Si el 13 de abril es considerado el Día Internacional del Beso es, básicamente, porque hay que rellenar el calendario de efemérides y hashtags. La excusa es que en tal fecha una pareja tailandesa se besó durante 46 horas en un concurso de máxima formalidad: los participantes debían estar casados o contar con el consentimiento de sus padres. El récord quedó pulverizado por otros dos tailandeses, que lo dejaron en 50 horas, 35 minutos y 58 segundos. Prueben a besarse durante un minuto, preferiblemente con un tailandés, y dimensionarán la hazaña.
El beso maratoniano es una rareza poco interesante y nada erótica. Pero la fiebre de los récords nos depara ejercicios atléticos sublimes. En este sentido, deben saber que Florian Silbereisen fue besado 74 veces en 30 segundos por las 25 cheerleaders del Alba Berlín, ejercicio que pueden practicar en sus casas si les confinan con un conjunto de bailarinas teutonas.
El origen del beso es incierto. Las explicaciones más verosímiles lo sitúan hace millones de años dentro del proceso de alimentación boca a boca de las hembras de los homínidos a sus crías. La inspección olfativa del prójimo también fue antecedente del beso porque una cosa lleva a la otra.
Sin embargo, el beso, tal y como lo entendemos hoy, es fruto de la evolución cultural. Me refiero tanto al beso afectivo o protocolario como al beso romántico o directamente sexual. Durante el Imperio Romano, los hombres del mismo rango social (alto) tenían por costumbre besarse en los labios. En la Edad Media tampoco era extraño que los más nobles caballeros se besaran en la boca, y la Iglesia lo recomendaba como símbolo de reconciliación. Durante la Primera Guerra Mundial se hizo frecuente que los hombres se besaran en las trincheras, ya fuera con lo que se denominó «el beso de la muerte», que servía para despedir a los moribundos, o con otra variedad de besos que fluctuaban entre la camaradería militar y la homosexualidad manifiesta.
De hecho, el primer beso entre hombres de la historia del cine pasó casi inadvertido por tener como protagonistas a dos pilotos. La película Wings (1927) no causó el menor alboroto.
No se puede decir lo mismo de la primera que mostró un beso en pantalla (The Kiss,1896). Se lo dio la actriz canadiense May Irwin, más mórbida que morbosa, al muy poco atractivo John C. Rice. El corto está dirigido por Thomas Alva Edison (ese mismo) y, aunque el roce de labios es mínimo, indignó a las mentes más pacatas. No olvidemos que besarse en público estaba prohibido en la época.
Dos años después se proyectó el primer beso entre actores afroamericanos en Something good (1898). En realidad son varios los besos que se dan Saint Suttle (de asombroso parecido con Scottie Pippen) y Gertie Brown, y la sensualidad es apreciable. Ella le llega a morder el labio inferior y él disimula penosamente su calentura.
El primero entre dos mujeres fue en Morocco (1930) y tuvo como protagonista a Marlene Dietrich vestida de hombre. El primer beso interracial se lo dio Sidney Poitier y Elizabeth Hartman en A patch of blue (1965), dos años antes de Adivina quién viene a cenar esta noche. Hay quien asegura que el primer beso con lengua se lo propinó Warren Beatty a Natalie Wood en Esplendor de la Hierba, pero cuesta asegurarlo sin imágenes buco-laríngeas. En cualquier caso, la escena, filmada junto a una cascada, resulta de lo más evocadora.
Durante la vigencia del Código Hays (1934-1968) se dictaminó que los besos no podían superar los tres segundos, norma que Hitchcock burló en Encadenados (1946), enlazando besos entre Cary Grant e Ingrid Bergman que, eso sí, no pasaban de los tres segundos.
En el cine clásico, el beso más largo fue el que mantuvieron durante tres minutos y cinco segundos Jane Wyman (Angela Channing en Falcon Crest) y Regis Toomey en la película You’re in the army now (1940). Si ampliamos el espectro cinematográfico nos encontramos con que en los títulos de crédito de Kids in America (2005), Stephanie Sherrin y Gregory Smith se besan durante seis minutos y 34 segundos.
Los besos en el cine, sublimados en el apoteósico final de Cinema Paradiso, no son más que el reflejo idealizado de un acto que admite las más diversas interpretaciones, si bien nos vamos a ceñir aquí a los besos en el rostro, para no explorar otras selvas en las que podríamos ser devorados. Quizá los besos más salvajes sean los de las Islas Trobriand (ahora Islas Kiriwina), descritos por el antropólogo ruso Bronislaw Malinowski en 1929. Allí el beso incluía frotarse la nariz y las mejillas, chuparse y morderse los labios, hacer lo propio con las mejillas y la nariz, y, lo más fascinante, morderse las pestañas y arrancarse el pelo.
Entre los besos más sofisticados destacaría el llamado beso eléctrico, en el que uno de los miembros de la pareja frota sus pies desnudos en una alfombra antes de dar un beso cargado de partículas negativas, lo que hace que salgan chispas en sentido literal. El famoso french kiss o beso con lengua es el beso que dieron a sus novias los soldados estadounidenses y británicos después de la Primera Guerra Mundial, adiestrados, según la leyenda, por las descocadas francesas.
Entre las variedades más pintorescas hay que reseñar también el beso fraternal socialista. Se hizo popular entre los líderes soviéticos, que así mostraban su sintonía política y su amor fraternal. En caso de la que relación no fuera tan estrecha había distintas intensidades de abrazos, del más fuerte al más liviano. En este apartado, el beso mítico se lo dieron el presidente soviético Leónidas Brezniev y el líder de la República Democrática Alemana Erich Honecker en el 30 aniversario de la RDA, en 1979. De ser más estrecha la alianza entre soviéticos y alemanes orientales sólo se habría podido representar con un coito.
En 1991, tres años después de la caída del Muro, al político Ivan Silayev le salió el ramalazo soviético y le plantó un beso en la boca al tenista Andrei Cherkasov, ganador del Torneo de Moscú, ante la perplejidad del deportista, que estuvo a punto de defenderse con la raqueta.
El beso de la mafia también es singular: demuestra la pertenencia al clan de quien es besado en la boca, aunque en la película El Padrino también simbolizara la traición del más débil de los Corleone, emparentando en este caso con el beso de Judas.
Afirmaba Freud que el beso «es la quintaesencia del placer oral» y no hay quien le quite la razón. Además es altamente saludable. Provoca la contracción de 34 músculos de cara y cuello; aumenta el riego sanguíneo en los labios y sube la temperatura corporal. Al mismo tiempo, en cuanto se besa, se empiezan a quemar calorías a un ritmo de seis por minuto, seis veces más que cuando se está viendo la televisión, una dieta que resulta infalible si además se participa en un maratón tailandés.