Si tuviéramos que definir lo que significa el landismo en el entorno del ciclismo profesional, diríamos que se trata de un acto de fe tan irracional como suelen serlo todos. Como aproximación conceptual sirve, aunque deberíamos dejar claro, por si hay turistas, que esta no es una fe religiosa, sino romántica. El landista no apoya a un único corredor; defiende un tipo de ciclismo y en última instancia un modo de ser.
La intermitencia de Landa es la de tantos ciclistas españoles, siempre escaladores, que nos educaron el gusto en la tierna infancia y la primera adolescencia. Hablo de una generación que es la mía y que se inició al ciclismo con los ecos de Fuente y Ocaña, más recordados por lo que pudieron ganar que por todo lo que ganaron. Diría que esa experiencia nos hizo desarrollar un sentimiento de felicidad incompleta (Caritoux también puso de su parte), hasta el punto de que nuestros primeros ídolos en bicicleta casi siempre eran héroes trágicos.
Pedro Delgado perteneció a esa estirpe. Conviene recordar que nos hicimos periquistas antes de que ganara la Vuelta del 85 (y antes de que fuera simpático), de modo que aquella no fue una pasión vinculada al éxito. Era, más bien, una pasión vinculada a la ilusión. Perico nos ofrecía una posibilidad. Y eso es un cheque en blanco.
Es la misma motivación que nos lleva a seguir durante cinco horas una etapa de montaña sin levantar la vista de la televisión. Lo que nos convoca es la expectativa de que pueda suceder algo extraordinario, aunque sabemos que lo extraordinario es por definición infrecuente. Escuché días atrás una anécdota que lo explica bien. Durante una pésima faena de Curro Romero, un espectador se levantó de su asiento y gritó: “¡Curro, el próximo año va a venir a verte tu madre! Tu madre… y yo”.
Landa representa ese tipo de ilusión. Sus detractores lo ven como una promesa incumplida y los landistas lo vemos como una promesa por cumplir. Es cierto que las decepciones se repiten desde su maravillosa irrupción en el Giro 2015, pero también es verdad que a pesar de los tropiezos sus resultados mantienen una regularidad que no debe pasarse por alto: 3º en el Giro 2015, 4º en el Tour 2017, 7º en el Tour 2018, 4º en el Giro 2019, 6º en el Tour 2019, 4º en el Tour 2020…. Hay tantas razones para pensar que su ciclo está cerrado como para creer que, a los 32 años, todavía tiene cuerda para competir por una grande. Tal vez solo le falte algo de suerte, la misma que tuvo Perico para vencer a Millar en la Vuelta 85.
Resulta obvio que Landa —como Carapaz, Bardet o Yates— no podrá pelear nunca con Pogacar (¿quién puede hacerlo?). De hecho, ya se está observando una trashumancia de buenos ciclistas hacia los terrenos que no ocupa el genio eslovaco. También hay gloria en esos caladeros.
Pero lo que nos gusta de Landa no es sólo su potencialidad. Si lo fuera, Enric Mas (27 años) despertaría pasiones similares (y no, la verdad que no). El landismo también se siente cautivado por la personalidad del ciclista. Y no porque sea un tipo simpático (como Juanpe López), sino porque es un tipo distinto. Introvertido, más formal que serio y seguramente solitario. En su carácter hay un punto de nostalgia que también transmite sobre la bicicleta. Es como si hubiera leído viejos libros de ciclismo. Algo así nos enamoró de Julián Gorospe. Y de Indurain después.
No sé si con Landa se vive mejor, pero se vive más intensamente. Una vez ingresado en el landismo militante no hay etapas de transición. Cada jornada se vive con los dedos cruzados, que no se corte, que no se caiga. Luego, en las montañas, llega el momento decisivo: ¿tendremos razón este año o habrá que esperar al siguiente?
De momento, en este Giro, tenemos razón.