La mejor final de la historia, aquí lo digo, sin atender al juego y sin fundamento en la experiencia, pero fiado a la imaginación, porque no es difícil suponer qué sintieron tantos argentinos y franceses, sólo hay que multiplicar por mil los retorcimientos de un español cualquiera, los gritos, los saltos de la rana y los punzantes microinfartos. Nos tocó el guionista sádico, brindemos por él. Y también por Messi, porque su historia merecía este final, no ya por este partido, sino por los mil anteriores, por sostener a su equipo cuando ya es la mitad del jugador que fue, por agarrar la bandera aunque sabía que le podían clavar el palo en el corazón.
Argentina hizo más por ganar y tuvo el valor supremo de no echarse a llorar las dos veces que Francia empató un partido que tenían ganado. Era como si el mismísimo dios les agarrara la camiseta a un metro de la copa de oro, no estaba claro si era un no rotundo o un no todavía. Luego lo supimos, era un todavía. Mientras tanto, los argentinos no desfallecieron, encontraron en la desgracia el segundo aire de los boxeadores que se resisten a caer, ocurrió igual contra los Países Bajos. Hay que tener una fe inmensa para no abandonarse, para no ceder ante el infortunio repetido, para no desparramarse por tanta presión, el peso gigante que han paseado por el torneo y que les hizo perder contra Arabia en el debut, bienvenidos a los estrenos nefastos y a los finales gloriosos.
Nombraron a Messi mejor jugador del torneo, cómo no hacerlo, la Argentina campeona no existe sin él, sin sus goles y sin sus pases, sin la rebelión medio macarra de quien creímos apocado y soso. El portero también merece una estatua. Emiliano Martínez evitó el gol de Francia en el último instante del tiempo reglamentario, espagat inaudito en quien tiene los huevos tan grandes, justo antes de que Lautaro fallara un cabezazo que le habría condenado a galeras en caso de que ahora hubiera fiesta en París. Luego, en los penaltis, el Dibu volvió a hacerse gigante, hay mucho barrio en ese tipo con guantes, saber fumar debajo del agua, así lo llama un buen amigo.

Molesta que esto le haya salido tan bien a los qatarís que todo y a todos compran, o a esa FIFA podrida que nos llevó al lugar que no deberíamos haber pisado. Queda pensar que el fútbol se impone a cualquier miseria y adversidad, que los corruptos son moscas en agosto, nunca lo suficientemente importantes como para joderte el verano. Olvidemos la bata de puta que le pusieron a Leo y digamos que fue hermoso, mucho, Messi con la copa alzada, momento exacto para afirmar que Maradona fue más bello, aunque ya no sea el mejor.
Aunque la fiesta es argentina, es necesario hablar de Mbappé, digno heredero, autor de tres goles y héroe sin premio de una selección muy poco heroica, huérfana de Benzema. Francia no fue nada hasta el minuto 80, un equipo frígido en comparación con los ardores del contrario, incapaz de competir en la presión, ni siquiera en el interés. Deschamps ayudó poco. Di María hizo lo que quiso con Koundé, que no es lateral derecho aunque el chico disimule bien. Despreció a Messi y perdió la batalla del mediocampo, la primera que se libró. Ahora se dirá que los cambios reactivaron a Francia, pero es mentira, la confundieron más. Si resucitó es porque el fútbol es un arcano, una carambola cósmica, el juguete de un loco. En dos minutos, Francia igualó el partido y se colocó en disposición de ganarlo. Lo hizo a lomos de Mbappé, mediocre hasta esa misma frontera y flamígero desde entonces.
El éxito de Francia hubiera sido una crueldad intolerable. Porque no lo deseaban tanto, porque no lo soñaban ni la mitad y porque les queda mejor el traje que la copa. Y porque jugaron peor, o supusieron que no les haría falta ni jugar. Argentina no dejó de creer, basándose, y esto es curioso, en el poder de la nostalgia, de Diego primero y de Messi después, nostalgia porque uno se fue y el otro está en retirada, pero se extendió la convicción de que es imposible perder cuando Dios ha jugado en tu equipo o sigue jugando. Lo extraño es que de esa conjura nacional brotó la felicidad, antes que la angustia. Incluso en los instantes más dramáticos, alguien sonreía, Messi muchas veces, y la alegría es inabordable. De un equipo que canta en el autobús camino del estadio sólo se puede esperar que regrese con la copa. Y qué esperar del último tango de un argentino genial. Pues esto. La proclamación definitiva.