Es inútil explicar lo inexplicable. Ahora podemos repetir mantras conocidos (no te rindas nunca, no dejes de creer) o señalar al dios blanco de barba blanca, pero nos quedaremos muy lejos de la justificación sensata. Además, esta vez no fue dios quien salvó al Madrid, fue Courtois. Pero ni siquiera esa evidencia nos sirve para trazar un mapa lógico, para escribir un cuento con moraleja que nos permita decir a los niños que hacer las cosas bien tiene recompensa. Lo que tiene recompensa, niños, es ser del Madrid. Lo demás son invenciones para ordenar el mundo. El campeón recurrente no sólo aniquila enemigos, también ha conquistado terrenos ocupados por la sabiduría popular. Quien juega con fuego ya no se quema. Lo del cántaro y la fuente es otra patraña para los que visten de blanco. Después de tres eliminatorias salvadas al borde del precipicio, lo razonable, incluso lo estadístico, hubiera sido despeñarse bellamente en la final. Especialmente, cuando el juego no mejoró los peores momentos de aquellas rondas agónicas. No puede parar más un portero de lo que lo hizo Courtois. No se puede ser más consciente de la inferioridad deportiva ni estar más seguro de que por alguna razón saldrás bien librado.
Todo estaba en contra, una vez más. En primer lugar, el Liverpool, dominador a placer durante 35 minutos. Después, el árbitro, Ceferín si lo prefieren. Un culé furibundo me escribió por whatsapp: “Es la primera vez en la historia de la Copa de Europa que no pitan una acción dudosa a favor del Madrid”. Ya dije que era furibundo. Se refería al gol anulado a Benzema por razones que todavía se me escapan. Las largas pesquisas del VAR incidían en lo que estaba siendo una noche disparatada, con un retraso de 35 minutos en el inicio del partido. Había algo torcido en el ambiente, una atmósfera inflamable.
Sin embargo, que el Real Madrid hubiera acaparado el protagonismo después de una primera parte penosa era una prueba de vida. El equipo podía permitirse el lujo de jugar a eso, de vivir así. Imagino el desconcierto del Liverpool en el vestuario. El susto de casi todos, los gritos de Klopp para negarlo, la sensación de que el fantasma existe.
Nada cambió en exceso en la segunda mitad. Hasta que Valverde culminó una internada por la derecha con un disparo de éxito tan improbable como lanzar al mar una botella con un mensaje. El disparo se hubiera ido fuera si Vinicius no pensara que todos los pases largos son para él. Bendita juventud.
No fue esa puñalada la que mató al Liverpool, la sangre se disimula bien en las camisetas rojas. El equipo de Klopp se recompuso hasta casi asfixiar al Madrid o tal vez lo asfixió por completo y los últimos minutos los jugó sin aire. Había balones que se despejaban como los niños en los recreos, sin la menor consideración estética, patadón y tentetieso. Y cuando la avalancha era incontenible surgía Courtois. Para abrirse como una mesa extensible o para manotear un balón que entraba, o para tapar el mínimo resquicio por el que algún avieso liverpuliano pretendía colar la pelota. Tipos así te convencen de que el gol es imposible. A ti y al contrario.
Otro refrán se demostró mentira: quien a hierro mata, a hierro muere. No hubo gol enemigo para vengar los muchos que ha marcado el Madrid fuera de hora. No hubo remontada, ni venganza del 2018, ni desagravio para la flamante Premier (tres equipos eliminados por el mismo verdugo). Se cumplió el tiempo y ganó el Madrid. Así ocurrió. Tan fácil como resulta escribirlo. Y no hay que buscarle explicaciones. Sucede. Al margen del equipo que tenga y de los equipos que le salgan al paso. No es cuestión de fe. Es la certeza de que el torneo es tuyo, de que te pertenece como si fuera su infancia, ¿y quién diablos se atreve a tocarte la infancia?