Durante un tiempo, varios años, di clases de crónica periodística en un máster. En la primera clase tenía por costumbre compartir con los alumnos el maravilloso alegato que se hace en favor del periodismo y la libertad en el capítulo inicial de The Newsroom,una serie sobre periodistas soñadores e ilusos. Y no me tomen la calificación en modo despectivo, al contrario. Era inspirador ver cómo funcionaba aquella redacción de película, el afán de todos por ser honestos, por salir de lo políticamente correcto, por honrar el periodismo. Me parecía que el discurso y la serie entera (guion de Sorkin, palabras mayores) podían ser de utilidad para esos chavales que se asomaban a la profesión. Lo que pretendía era instarles a que se apasionasen en la misma medida que lo hace el protagonista en el discurso inicial. A mi modo de ver no era relevante que la serie fuera más o menos realista, lo importante es que planteaba una meta positiva y formadora, aunque fuera inalcanzable.
Si ya en 2012 la serie parecía un tanto naif, vista ahora resulta tan antigua como el cine mudo. El periodismo ha cambiado por completo, y quizá en mayor medida el deportivo. Ya no se escribe para los lectores, sino para los clics. Eso significa que el esfuerzo ya no está dedicado a obtener prestigio, reconocimiento o exclusivas, sino a convocar audiencias poco exigentes, solo atraídas por titulares inflados y noticias infantiles o pseudoeróticas, todo vale para incitar el pinchazo. Es cierto que los medios han necesitado siempre a la audiencia para ajustar sus balances, pero antes existía una responsabilidad hacia el oficio y hacia los lectores. Seamos claros y digamos que también los consumidores tenían un mayor compromiso con la información: la prueba es que estaban dispuestos a comprar cada día un periódico para informarse.
En mi primer contacto con los alumnos del máster también les contaba la pésima consideración que tienen los periodistas en todos los lugares del mundo. La paradoja eran ellos. Jóvenes que elegían el periodismo como opción profesional a pesar de las advertencias generales y a pesar de no gastarse un euro en periódicos. Es verdad que no todos se sentían inspirados por el idealismo de The Newsroom; los había que querían ser presentadores de los que ganan mucho dinero, o viajar por el mundo siguiendo a su equipo favorito o codearse con las estrellas. Pero allí estaban. Con la ilusión intacta.
Una mayoría han acabado decepcionados, conozco algún caso de primera mano. Por lo que veo en Linkedin, unos pocos han cumplido sus sueños y lucen fantásticos en sets televisivos de primera división.
Doy por hecho que fuera de los másteres ha sido todavía más complicado. De ahí que proliferen los periodistas de carrera o afición en las redes sociales, todos con la aspiración de formar parte del mínimo porcentaje que logran audiencia y fama, y hasta en ocasiones dinero. Como es natural, hay de todo en esa jungla y pocas reglas generales. Sí advierto, sin embargo, que quienes tienen talento necesitarían de alguien que les enseñara lo que les falta por aprender, seguramente porque se lo ha negado el sistema. Les vendría de perlas contar con uno de esos periodistas veteranos que pulían a los nuevos en las redacciones de antes. También sería bueno que pudieran tener objetivos diferentes a la audiencia masiva, cuestión que sólo es posible en las plataformas de pago. Mientras la audiencia masiva sea la única forma de monetización, sólo tendrá éxito lo muy original (rara avis) o los canales de hinchas.
Dicho esto, resulta patético el esfuerzo de algunos medios por hacerse pasar por jóvenes. Se quiere atraer a la misma juventud a la que se ha apartado del terreno de juego. Lo mismo vale para los anunciantes. Están locos por vender sus productos a un sector de la sociedad que vive en precario por culpa del sistema que las propias marcas alimentan.
Pero insisto: la revolución pendiente es en mayor medida responsabilidad de los consumidores que de los medios. También de los jóvenes, a los que prevengo sólo de una tentación: lo gratuito. Siempre hay trampa.