Federico Martín Bahamontes tenía la viveza de los pícaros del Siglo de Oro y en su juventud pasó tanta hambre como ellos. Llegó a comer gatos que cazaba por las noches con tirachinas o palos. La necesidad marcó su carácter y le hizo astuto, espabilado, egoísta y desconfiado en extremo, condiciones indispensables para sobrevivir en una jungla o en una posguerra. Lo que le distingue de otros ciclistas del hambre, como Bernardo Ruiz, es que Bahamontes tenía un acusado sentido del espectáculo (deseo de dar la nota, dirán otros), quién sabe si cultivado junto a su primera vocación, la de cantante flamenco: “Esa es la gracia que no me dio el cielo”.
A diferencia de otros corredores más retraídos o melancólicos, a él le gustaba ocupar el centro del escenario y lo hacía con un desparpajo infrecuente para ser alguien que tampoco tenía la gracia del verbo fluido. Lucy Fallon y Adrian Bell comparten en su libro Viva la Vuelta: 1935-2012 una anécdota muy descriptiva: “En una de las últimas ediciones de la Escalada a Montjuïc los ganadores españoles del Tour de Francia fueron paseados por el circuito en coches descapotables. Mientras Delgado e Indurain parecían más bien incómodos en aquel papel, Federico sonreía beatíficamente, lanzando saludos regios a sus súbditos, el público ciclista, el cual aplaudía con entusiasmo. Verlo disfrutar de su estatus en un momento que muchos de sus contemporáneos ya habían desaparecido era como una revelación: Bahamontes es un superviviente nato”.
Ya retirado, en una entrevista para Televisión Española, a Bahamontes le preguntaron con qué frase le gustaría ser recordado. Reflexionó un instante y dijo: “Fede”. Como tantas veces, su respuesta planteó una duda existencial: simpleza absoluta o genialidad supina. Aunque no tuviera labia, contaba con el encanto primitivo de la gente salvaje, esa frescura de los que no están maleados por la civilización.
Su pelo crespo ejercía como símbolo de su carácter. Contaba Bahamontes que se le rizó con once años, después de contraer el tifus y quedarse calvo temporalmente. Había enfermado por pasar varias horas dentro de un cenagal. Se escondía de la Guardia Civil, que iba a la caza y captura de los estraperlistas, ya fueran viejos o niños. El pequeño Federico compraba harina y garbanzos que luego revendía su madre por algo más del doble. Transportaba la mercancía en una vieja bicicleta de su padre. Sesenta o setenta kilómetros al día con sus correspondientes cuestas.
Es posible que en su actitud retadora hubiera también algo de rebelión social. Parecía predestinado a la invisibilidad de los pobres y logró ser leyenda antes de cumplir los treinta años. Hay gente que se pasa la vida haciendo cortes de manga por conquistas menores.
Jesús Loroño, su enemigo íntimo, completó el perfil psicológico de Bahamontes cuando dictaminó que estaba “pirado”. No hay quien lo niegue. Pero quede claro que la locura no puede ser tomada como una objeción, sino que forma parte de la esencia del mito. A Bahamontes no se le entiende si no se acepta que los genios son seres arrebatados; la genialidad es un desequilibrio y lo que falta por un lado se desborda por el otro.
Circulan un sinfín de historias contradictorias sobre el personaje y de casi todas es responsable el propio Bahamontes. Decía Salvador Dalí “que hay que crear confusión sistemáticamente porque todo lo que es contradictorio crea vida”. En este sentido, Federico era un surrealista de primera categoría.
En apariencia, su obra cumbre en los territorios del surrealismo es el episodio del helado, su imagen de marca: Bahamontes iba tan sobrado en la montaña que un día se paró a tomar un helado mientras esperaba al pelotón. La evocación es tan poderosa que es casi imposible que prospere un matiz o una corrección. Lo asombroso es que Bahamontes, tan amigo de enriquecer versiones o alterarlas por completo, siempre se empeñó en restar importancia a este episodio. Lo trataba como si fuera una anécdota mínima. Quizá porque se acompañaba de una acusación que fue cierta en sus primeros años: bajaba mal y prefería hacerlo acompañado.
Todo ocurrió en el Tour de 1954, el primero que disputó, tenía 25 años. Así lo cuenta el protagonista en la biografía escrita por Alasdair Fotheringham: “Yo sólo paré porque tenía dos radios rotos y debía esperar al coche de asistencia. Iba escapado con tres ciclistas, uno de ellos belga. El coche del belga se acercó a su corredor para decirle que no colaboraran conmigo porque eso me favorecía. Cuando su coche pasó a mi lado, escupió una piedra que me rompió dos radios. Romeyère es una subida corta, pero muy dura y con tramos muy empinados. Cuando llegué a la cima con los radios rotos, estaba nervioso y muy enfadado. No había señales de Berrendero, mi director de equipo. De modo que paré. La cima estaba llena de gente y allí había dos carritos de helados. Cogí un cucurucho y le puse una bola de vainilla”.
Hay quien afirma que no se comió una bola de helado, sino que fueron dos. Hay quien asegura que fue invitado por alguien, espectador entusiasta o heladero generoso. Con el tiempo, Bahamontes hizo retoques poco relevantes: “Metí la mano en el cubo de los helados con el guante y todo. Saqué un trozo de helado y me lo guardé en el bidón”. Lo que no falta es la apostilla final: “A pesar del tiempo que perdí, todavía pasé el primero por el siguiente puerto”. En este caso le traiciona la memoria. O la imaginación. En los ocho Tours que disputó, Bahamontes coronó en cabeza 47 montañas puntuables, una barbaridad. Pero aquella tarde de 1954 no fue el primero en pasar por la cima de Saint-Nizier-de-Moucherotte. Lo hizo el francés Jean Le Guilly, su compañero de fuga en las últimas rampas del Romayère.
En El Mundo Deportivo se aporta luz en la reseña firmada por su enviado especial, R. Torres: “En meta, (Bahamontes) perdió 12 minutos con Lazarides y ocho con respecto al pelotón de Vitetta en el que yo le vi marchar. Todo esto en menos de 47 kilómetros (desde Romeyère). ¿Qué contrariedad había tenido nuestro Quijote? Ninguna. El colega Elliot ha dicho que lo vio descender tranquilamente de la bicicleta y pedir un helado en un bar. ¡Vaya un Frigo que diríamos en Barcelona! Hace como Vicente Trueba, se da por satisfecho con ser el primero en el Gran Premio de la Montaña y después se siente más turista que corredor. Una verdadera lástima”.
En Sports Mirror se hizo una alusión mucho más escueta y bastante más próxima a la leyenda: “Bahamontes se detuvo para comprar un helado y rápidamente fue dejado atrás por Le Guilly, que se había reunido con los hombres de cabeza…”.
Por una vez, Fede no había hecho más que cumplir órdenes. Julián Berrendero le había insistido en que el objetivo no era hacer la general, sino “ser primero en algo”. Y las montañas eran mucho más que algo. Desde que Vicente Trueba fue el primer ganador oficial en 1933, el premio al mejor escalador era la gran ilusión de la afición española. Lo habían conseguido después el propio Berrendero (1936) y Loroño (1953). Hay que preguntarse por los motivos por los que en España se glorificó una clasificación secundaria. Lo primero es pensar que la irrupción de Trueba definió el biotipo de nuestros campeones: escaladores del peso ligero. Otra explicación, más práctica, nos sugiere que era el único premio por el que podían pelear nuestros ciclistas, peor preparados que los ases franceses o belgas. Sin embargo, tampoco debe despreciarse la resonancia del título: Rey de la Montaña. Cuesta imaginar una distinción más grandilocuente y evocadora. Si nos atenemos a la nomenclatura y solo a ella, estaremos de acuerdo en que suena mejor ser Rey de la Montaña (de los Alpes y los Pirineos) que un simple ganador del Tour…
Extracto del libro Diccionario de Ciclismo.