Fue extraño, claro, pero otra despedida, más formal, hubiera estado precedida por el declive evidente, por el rumor ácido que no se entiende —pero se escucha—, y quizá por una pena prolongada en exceso, ya no es el mismo, debe marcharse. A poco que se piense, largarse así, sin que nadie termine de asimilarlo —tampoco él— ha sido una buena idea: hay que dejarlo cuando los recuerdos son todos buenos.
Benzema jugó su último partido en el Real Madrid después de catorce años. Su palmarés —cinco Champions, cuatro Ligas, tres Copas—, bastaría para considerarlo como uno los mejores futbolistas de la historia del club, pero fue mucho más que eso. A lo largo de su dilatadísima trayectoria fue, siempre y por encima de cualquier otra cosa, el jugador que necesitaba el equipo. Mientras compartió ataque con Cristiano aceptó su papel de actor secundario con tal diligencia que nos hizo creer que la suya era una personalidad gregaria, el carácter algo afligido de tantos genios que fueron y serán. Un gato, para los amantes de la zoología. La sorpresa fue mayúscula cuando, en ausencia de Cristiano, Benzema se reveló como un líder capaz de guiar al grupo por lo que debía ser un desierto y en realidad fue una segunda época dorada, con mayor valor si cabe porque el fútbol había cambiado y el Real Madrid seguía siendo el mismo. De nuevo, hizo lo que necesitaba el equipo, incluidos los goles y las asistencias, incluida también la tutoría de Vinicius, al que enseñó a pensar. Muy pocos jugadores han sabido ejercer una capitanía tan integral y discreta.
Es muy probable que este adiós repentino responda, nuevamente, a las necesidades de un equipo que ya no le necesita a él, al menos a su yo de 35 años, y mejor evitemos las alusiones al poder del dinero, porque sólo el interesado sabe cuánto le crujen las rodillas, cuánto le tortura la espalda, cuándo le queda como futbolista profesional, cuándo le reclaman sus exmujeres.
Su último gol como madridista, el 364, lo marcó de penalti a los 71 minutos, un tiro sencillo, por el centro de la portería, ni más ni menos que lo que necesitaba el equipo para empatar el partido. Las protestas del Athletic (diría que exageradas, hubo codazo de Yuri a Militao) evitaron la escenografía perfecta en la inmediata sustitución de Benzema. Merecía que le hubieran aplaudido todos los jugadores sobre el campo, algo que, por infrecuente, hubiera trascendido el reconocimiento común y habría adornado el momento histórico, porque lo era.
Ya es hora de reseñar que el Athletic fue mejor que el Madrid, lo que no impidió que Rodrygo tuviera en el minuto 88 la oportunidad de ganar el encuentro, generoso obsequio de Vinicius. No proceden los reproches, no obstante. Ni por el juego difuso, ni por el fallo concreto, ni por la melancolía general. Asensio también se despidió sin haber sido más que minutos sueltos, pocos, el futbolista que pudo ser. Ceballos jugó sin que se conozca su futuro y lo mismo se puede decir de Nacho, un jugador que debería ser protegido por el club, no sólo por lo que aporta, sino también por lo que significa.
Courtois fue elegido el jugador más valioso del partido, lo que completa la crónica. Gracias a él, más que nadie esta temporada, el Real Madrid termina segundo, de modo que nada empañó los manteos pertinentes (hago notar que a Hazard y Mariano no los dejaron caer al suelo). Fue en cierto sentido una fiesta de fin de curso. Se celebró el verano —el futuro— y se honró a los graduados. El vértigo llegará más adelante, cuando empecemos a comparar al próximo nueve con un futbolista que ha sido absolutamente incomparable.