En el suburbio de Tor Maranca, en Roma, se crió Agostino Di Bartolomei. En medio de semejante acumulación de cemento y tierra batida, el pequeño Ago encontró un fiel compañero en el balón de fútbol, casi siempre en el campo anexo al Oratorio di San Filippo Neri. Romanista desde el útero —del que fue expulsado el 8 de abril de 1955—, a los 14 años cumplió su sueño ingresando en las categorías inferiores del club. En aquel entonces apenas se atrevía a aventurar que un día podía llegar a ser el primer capitán romano de la historia de la entidad; mucho menos superar los trescientos partidos oficiales con la zamarra giallorossa.

En este artículo de La Gazzetta dello Sport se afirma que en aquel barrio sur de Roma aún recuerdan al «niño que no sonreía casi nunca. Silencioso, pero duro y decidido. Le encantaba el fútbol por encima de todas las cosas. Su ambición era siempre la misma: vivir con la pelota, vivir de la pelota». Su taciturna entrega destacó en el filial, que conquistó dos campeonatos Primavera en el 73 y 74, y desde el que alternó sus actuaciones con el primer equipo tras el debut contra el Inter el 22 de abril de 1973. Después de una cesión vino su consolidación en el once romanista, convirtiéndose en el gran icono del club. No solo por su habilidad técnica como reggista y su gran disparo, se trataba de algo quizá más importante: constituía la prolongación de la grada, en la que había echado los dientes, en el terreno de juego. Los tifosi nunca habían tenido a uno de los suyos, auténticamente de los suyos, en el césped. El amor mutuo resultó inevitable.

En el 79, Nils Liedholm regresó al banquillo de la Roma. El técnico decidió retrasar la posición de Di Bartolomei, hasta entonces vinculada a la figura del trequartista, para situarlo como mediocentro o incluso líbero en determinadas ocasiones. Al principio DiBa se encontró extraño, pero desde su nueva zona de influencia —un reggista en medio de los defensas— acabó ejecutando brillantes actuaciones. El equipo, por su parte, disfrutó de su capacidad organizativa y cosechó éxitos durante un lustro, que incluyeron tres Copas de Italia y el segundo scudetto de la historia de la Roma en 1983. Las declaraciones de Agostino tras la consecución de la liga italiana suponen la enésima muestra de su carácter: «Para la ciudad este es un momento histórico, y en este tiempo extraordinario me gustaría invitar a nuestro maravilloso público a no caer en la trampa de dejarse llevar por la celebración excesiva. Es correcto y comprensible que haya una gran fiesta, siempre y cuando se celebre en los lugares permitidos. No debemos olvidar que no todos se sienten involucrados en la celebración y que no todos quieren ser molestados». La discreción sin alardes no sorprendió a la prensa y la afición; al fin y al cabo, qué podía esperarse de un tipo que, preguntado por sus pasatiempos al margen del deporte, mencionaba los paseos por museos y galerías y aludía a artistas surrealistas como Giorgio de Chirico.

Tras el título liguero, al año siguiente, la Roma disputó la Copa de Europa. Una escuadra con Falcao, Ancelotti, Toninho Cerezo, Bruno Conti, Pruzzo y Di Bartolomei no tuvo excesivos problemas en deshacerse del Göteborg, del CSKA de Sofía, del Dinamo de Berlín y del Dundee United —eliminatoria con una oscura historia de intento de soborno al árbitro por parte del presidente italiano, según menciona aquí la revista Panenka— y plantarse en la final, para más inri celebrada en el Olímpico de Roma.

El partido

Sin atisbo de duda, el partido de sus vidas. Enfrente, el Liverpool siete veces campeón inglés de Kenny Dalglish, Ian Rush, Craig Johnston y Michael Robinson. Los británicos se adelantaron con un gol precedido de clara falta a Tancredi, el portero romanista, aunque al filo del descanso Pruzzo consiguió colocar el empate en el electrónico. Tras una prórroga de infarto, el torneo se decidió en los penaltis. Agostino asumió la responsabilidad del primer lanzamiento local, de máxima importancia tras el error de Steve Nicol para los reds. Con cara seria y gesto adusto, el capitán no falló. Las palabras de Tonino Cagnucci, célebre periodista deportivo romano escritor de 55 Secondi, recogidas por Oliver Kay en The Times, hablan por sí mismas: “No hay victoria más grande que una tan soñada, tan anhelada, tan rezada y tan cercana… Durante 55 segundos”.

Tras el gol de Ago, Bruno Conti y Graziani erraron sendos disparos desde el punto fatídico, probablemente influidos por las ridículas provocaciones que el guardameta Grobbelaar efectuó desde la línea de gol. Sea como fuere, los ingleses acertaron y se hicieron con la preciada Copa. La Roma nunca había estado tan cerca de alcanzar la gloria y, de la forma más cruel, la oportunidad había desaparecido para siempre. De modo que aquella final, predestinada a constituir el apogeo de la carrera de Di Bartolomei, se transformó en el origen de su decadencia. Minutos después de la derrota, en el propio vestuario y tremendamente contrariado, Il Capitano se enemistó con su compañero Falcao, acusándolo de cobarde por no haber querido incluirse en la tanda de lanzadores. Ese mismo verano, la llegada de un nuevo técnico, Sven-Göran Eriksson, precipitó los acontecimientos. El sueco decidió prescindir de Agostino aduciendo que su calidad y elegancia no compensaban su falta de velocidad, pecado capital en la nueva Roma que quería construir. Humillado, DiBa marchó contra su voluntad al Milan  —“¿Por qué me voy de la Roma? No lo sé”— y la rabia lo llevó a celebrar de una forma demasiado entusiasta el gol marcado con la camiseta rossonera a su antiguo equipo en el primer encuentro contra ellos.

El desamor

El otrora héroe de la afición pasó a ser villano, y la pitada con que fue recibido en su regreso como milanista a la capital devino estruendosa. Desconcertado, el mesurado Di Bartolomei apenas pudo soportar la presión, realizando entradas a destiempo y enfrentándose a Graziani y sus ex compañeros de manera insólita. El amor se había desvanecido y, para aumentar la desgracia, su estancia en Milán no le confirió excesiva felicidad: Arrigo Sacchi lo echó en 1987 y tuvo que buscarse la vida en conjuntos de categoría inferior como el Césena o la Salernitana. Tras colgar las botas antes del Mundial de Italia, esperó la llamada de su antiguo hogar, acaso anhelando una oferta para reconstruir su condición de emblema, esta vez desde el organigrama directivo de la entidad. El teléfono nunca sonó.

Enfrentado a la vida real, fundó una academia de fútbol para niños en Castellabate y, posiblemente mal asesorado, llevó a cabo inversiones en bolsa con un resultado catastrófico: perdió la mayor parte de su patrimonio. El fantasma de la depresión, eterno tabú, sobrevolaba el domicilio que había escogido como refugio. La mañana del 30 de mayo de 1994, justo cuando se cumplían diez años de la histórica final contra el Liverpool, Agostino Di Bartolomei se despertó temprano, mientras su esposa dormía plácidamente en la cama. Alrededor de las once, en medio del silencio, apuntó su revólver al corazón. Tenía 39 años y tres fotografías en los bolsillos: una de su familia, otra de un santo y la última de los hinchas de la curva sur de la Roma. También una nota de suicidio bastante parca: “No veo ninguna salida. Me siento encerrado en un agujero”.

La noticia conmocionó a toda Italia, especialmente a Roma. Multitud de aficionados giallorossi, arrepentidos por la situación y el trato dispensado en los últimos años, le despidieron con numerosos homenajes y una pancarta que rezaba: “Niente parole… Solo un posto in fondo al cuore. Ciao, Ago”. El cantautor Antonello Venditti compuso expresamente una canción con una significativa letra de poco disimulado reproche: «Este mundo absurdo llora al campeón cuando ya no hace falta”. El hijo de Ago, Luca, publicó hace poco un libro como alegato contra una propuesta de la Lega Norte para facilitar la venta de armas de defensa personal. El texto, Dritto al cuore, posee pasajes estremecedores: «Somos rehenes de esa pistola. Nunca hemos tenido la fuerza o el coraje de deshacernos de ella. Paradójicamente es de lo único que no me acuerdo de esa mañana del 30 de mayo. Estoy seguro de que cuando le di un beso aún no la había cogido. Quiero recordar que la relación entre los italianos y las armas es visceral, antigua y al mismo tiempo fascinante. Si he decidido instrumentalizar la muerte de mi padre es porque ya no me interesa contar qué perdí como hijo. Lo que me importa es lo que puedo perder como padre, tío o amigo». El inicio es una cita de Jorge Bergoglio: “El miedo nos vuelve locos”. Es probable que la lucidez de la que su hijo hace gala constituya el legado que más enorgullecería al sensato Di Bartolomei, antes incluso que el puñado de goles y partidos por los que la hinchada romana lo recuerda imperecederamente. Un legado que ni siquiera el 30 de mayo, la más infausta de las fechas, jamás podrá borrar.

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