Cuando Alberto Martínez me envió la biografía de Jesús Rollán olvidé preguntarle si sabía que yo le conocí. Lo hice a través de su hermano José, al que tengo por amigo, aunque el contacto con Jesús se redujo a unos pocos encuentros con más gente, un par de Nochebuenas antes de cenar y alguna salida a bares del centro. Para mí, un chaval madrileño de 20 años, Jesús era casi tan exótico como el waterpolo. Se había marchado a Barcelona para hacer fortuna como deportista y todo indicaba que terminaría por cumplir su objetivo. José hablaba con un inmenso orgullo de su hermano y nos tenía al corriente de su carrera, siempre en ascenso.
No recuerdo una sola conversación entre Jesús y yo (cómo lo lamento), y ahora no sé decir si las sonrisas que me vienen a la memoria cuando pienso en él proceden de aquellos encuentros o son imágenes recuperadas de sus triunfos cuando era ya un deportista triunfante. Lo que sé es que las sonrisas permanecen.
Da miedo asomarse al concepto de eternidad que incluye este libro en su título. Si la eternidad es la negación del olvido, cobra sentido que 16 años después de la muerte de Jesús Rollán dos periodistas excelentes como Alberto Martínez y Francisco Ávila hayan publicado su biografía. Porque parece que fue ayer. Y porque quedaba algo por decir que sólo se puede entender si se dice todo: Jesús fue la humanidad en estado puro, la fortaleza y la fragilidad llevadas al extremo. Fue el poeta muerto de aquel club de estudiantes. Lo más formidable es que resumido todo, extraído el néctar de su vida y el veneno de su muerte, quedan las sonrisas.
Me atrevo a decir, por la pasión acumulada en cada página, que Martínez y Ávila también se vieron barridos por la onda expansiva que provocaba Jesús. Como tantos. Como todos. Leo que han querido reivindicar la figura de un deportista estigmatizado por su suicidio. No lo merecen los estigmatizadores. Lo merecen todos los que tienen a Jesús Rollán en su paisaje sentimental, los que lo conocieron mucho, los que lo conocimos demasiado poco y todos lo que lo disfrutamos como estandarte de aquella generación dorada que tuvo el detalle de coincidir con nuestra juventud.
No haré repaso de sus medallas, porque en este libro se da cuenta de méritos mayores. El oro de Atlanta lo donó para una subasta benéfica. Un mínimo detalle en comparación con la huella que dejó entre sus compañeros. En el mundo que le rodeaba. Acusar a alguien de vivir con excesiva intensidad es como reprocharle que respire demasiado profundo. En el fondo, Jesús no hizo otra cosa que honrar los versos Thoreau: “Quise vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida… para no darme cuenta en el momento de morir, de que no había vivido”.
La biografía no se salta un charco, aunque no se detiene en el barro. Se habla de la relación con la infanta Cristina, del abandono de Urdangarín, de la ayuda de Alejandro Blanco, del vacío final. Insisto. Nada relevante en comparación con las sonrisas, con la influencia positiva que todavía dura, con la hazaña deportiva, también eso. Qué cierto es el proverbio: ten cuidado con lo deseas porque se puede cumplir.
Los libros no tienen por qué ser útiles, pero hay libros que lo son. Esta biografía, más que para entender a Jesús, sirve para comprendernos todos, para apreciar las finas líneas que sujetan cada renglón de la vida. La eternidad es esto: que pasen 16 años y te escriban libros, que te recuerden sonriendo y, sobre todo, que aún hagas sonreír.
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