Cuando era un niño me hizo ilusión el golpe de estado: por fin pasaba algo. Tenía la sensación de que mi vida era aburrida y aquel sobresalto, a mis ojos inocentes y miopes, resultaba excitante. Recuerdo el trajín de vecinos y las puertas abiertas de los pisos, el permiso para trasnochar y una película de Danny Kaye en la tele, justo después de las marchas militares. La felicidad era eso. Algo imprevisto y desbordante. Y algo breve. Al día siguiente me mandaron al colegio.
Han pasado muchas cosas desde entonces, qué decir de los dos últimos años. Quienes mantienen que la pandemia era inimiginable se equivocan: la imaginó Soderbergh en la película Contagio y la temió Bill Gates en diversas comparecencias públicas. Lo que nadie pudo sospechar, ni el más cenizo de los cuñados, es que a la pandemia le seguiría el rumor de la Tercera Guerra Mundial. Sin previo aviso y sin pausa de hidratación.
No dejo de oír que el mundo está en plena transformación, que no volveremos a ser iguales si es que volvemos a ser, que el orden mundial es ahora el maletero del coche de un adolescente, que hemos sido demasiado crueles con la tierra que pisamos y demasiado benevolentes con los imbéciles que mandan. El diagnóstico general es que todo está cambiando, pero no es del todo cierto. El Madrid sigue a lo suyo.
No es sencillo encontrar un referente tan constante a lo largo de 120 años. Las modas pasan, los héroes se jubilan (los miserables, no) y el planeta da vueltas sobre sí mismo para olvidar lo bueno y acordarse de lo peor. Menos el Madrid. Nada cambia en el equipo de blanco, ni en su proverbial resistencia a la derrota y a los derrotistas. Cinco segundos antes de que caiga la bomba que nos mandará a tomar por saco, algún jugador del Madrid marcará el gol de la victoria. Sólo eso es seguro. Del resto se puede dudar. Hasta cabe la posibilidad de que el Madrid haya pisado el acelerador para asegurar la Liga antes de que el mundo circule por el universo pedorreando como un globo pinchado.
Todo es susceptible de saltar por los aires a excepción de ese equipo de fútbol machacón y optimista, tenaz y orgulloso. Nada le cambia el paso. Ni los años, ni las pocas rotaciones, ni las bofetadas de inicio. Marcó la Real primero y lo pagó caro. Cambiaron el rumbo dos zapatazos que sonaron como los de Kruchev en Naciones Unidas, allá por 1960, cuando al delegado filipino se le ocurrió salir en defensa de las naciones de la Europa Oriental que habían sido «privadas por la URSS del libre ejercicio de sus derechos civiles y políticos».
Si el tiro de Camavinga fue bueno, excelente incluso, diría que todavía fue mejor el de Modric. Que un diestro sea capaz de un zurdazo semejante es algo insólito, sólo superado por el milagro que sería ver a un zurdo chutar así con la derecha. Además de un gol, aquello fue un anticipo de la fiesta por el título, una inyección de entusiasmo con vistas al partido contra el PSG. Cualquier cosa es posible si todavía nos queda mundo el miércoles.
Recemos para que Putin, además de un malnacido de opereta, sea un madridista acérrimo con ganas de ver la Champions, los que nos daría tres días más, y luego a Mbappé de blanco, lo que nos otorgaría otro año de vida, quizá dos y seguramente otros 120.