Si la mitología griega dice que Zeus es el padre de todos los dioses pero antes existió Cronos, yo digo que el primer dios de mi Olimpo de futbolistas es Stielike, pero antes estuvo Cunningham.
Sus mejores días me pasaron desapercibidos. Apenas me gustaba el fútbol, pero vi algún partido suelto sin saber qué era una Liga, pensando que la Copa del Rey se jugaba sólo una vez. Me enteré de que había algo llamado Copa de Europa porque un compañero de colegio barcelonista quiso reírse de mí por la derrota del Madrid de los Garcías en París.
En esa confusión futbolera ya había encontrado el madridismo, aunque simplemente fuera porque vivía muy cerca del Bernabéu, a la vuelta de la esquina. Y entre todos los jugadores elegí a Cunningham. No sé por qué. No entendía de fútbol, no sabía si era extremo o delantero, zurdo o diestro, tácticamente astuto o caótico, si defendía después de perder el balón o si vivía en su mundo. Yo no había ni cumplido 10 años pero algo me llamó la atención.
Por desgracia no tengo recuerdos de su fútbol y hay muy poco en YouTube de Cunningham vestido de blanco. Su partido con ovación en el Camp Nou (quizá la única vez que se haya aplaudido allí a un jugador del Madrid) se ve francamente mal, pero por fortuna hay textos. Uno de ellos es el libro escrito por Dermot Kavannagh, Different class, un título que podemos traducir como «una categoría diferente». Pero en esta obra no sólo se habla de su dimensión futbolística. Cunningham era una persona con inquietudes que tenía intereses en la moda o en el baile.
El libro me ha permitido entender al jugador que me perdí. Desde sus inicios en Londres hasta su accidente mortal en Madrid, Laurie Cunningham aparece como un tipo siempre humilde y sencillo, un tanto periférico en sus relaciones con sus compañeros. En Inglaterra fue víctima del racismo, más de las aficiones rivales que de sus compañeros; así era la sociedad entonces. Cuando un grupo de tres personas insultaron a su novia blanca por ir con un negro por la calle se enfrentó a ellos. Antes de que pudiera llegar ayuda alguna, Cunningham, que practicaba Kung-Fu, se deshizo de los tres. Uno de ellos le reconoció y le dijo: “¡Si me pareces la hostia!”. Admirar al futbolista no impedía el racismo más crudo.
En el Real Madrid las cosas no salieron bien. En esa época los clubes no estaban tan preparados para ayudar a sus jugadores extranjeros y el Madrid tenia unos valores muy conservadores para un espíritu tan libre. Un ejemplo: el club no entendía que el jugador compartiese techo con su novia sin haberse casado.
Las lesiones interrumpieron su carrera demasiadas veces y el uno por el otro, el Madrid y el jugador, dejaron la casa sin barrer.
Cunningham nunca llegó a las alturas que su talento presagiaba salvo en contadas ráfagas, pero su impacto en el fútbol inglés, obligando a cambiar el trato a los jugadores negros, tuvo una importancia capital.