Saben aquel que diu… el 23 de febrero de 1981 se celebró un espectáculo, pero no el que estaba programado. Ocurrió a las seis de la tarde y mantuvo en vilo a 38 millones de espectadores durante 18 horas. Exactamente, a todo el país. A esa hora, hace hoy 41 años, el teniente coronel Antonio Tejero irrumpió en el Congreso de los Diputados en el momento en que se estaba votando la investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo como nuevo presidente del Gobierno tras la dimisión de su compañero de partido Adolfo Suárez. La historia es conocida: el guardia civil asaltó el hemiciclo a grito pelado, “¡quieto todo el mundo!”. También hubo disparos.
Si dejamos atrás las páginas de política, la hemeroteca nos recuerda que, por entonces, la cartelera madrileña la ocupaban Al Bano (sin Romina) en la discoteca Windsor; Addy Ventura, “una estrella de primera magnitud”, en el teatro Príncipe con la obra Las de Villadiego; Toni Leblanc y Quique Camoiras con la revista Este y yo con dos cojines en el teatro Calderón. Entre la nómina de artistas que se anunciaban en las páginas de espectáculos, se encontraban también Concha Velasco, Marisa Paredes o Gaby, Miliki, Fofito y Milikito, por citar artistas de máximo nivel. Hijos de papá, la película de Irene Gutiérrez Caba, José Bódalo y una joven Ana Obregón llevaba tres meses en el Alcalá Palace; esos días se estrenaban Vestida para matar y Superman II. Deprisa, deprisa, dirigida por Carlos Saura, triunfaba en la Berlinale y se hacía con el Oso de Oro.
Sin embargo, había un nombre que destacaba en la cartelera madrileña: Eugenio. El humorista catalán ya era para entonces un fenómeno social. La noche del 23-F, a un kilómetro de distancia del Congreso, alrededor de 800 personas se quedaron sin escuchar sus chistes. Mientras daba comienzo una tragedia (con final feliz), una comedia se cancelaba, pese a que todos querían apreciar “el genuino humor del genial Eugenio”. Así era como la sala de fiestas Florida Park, situada en el parque del Retiro, publicitaba su espectáculo en los periódicos de la época.

“Me acuerdo perfectamente de ese día. Estábamos en casa, era lunes y mi padre tenía que coger un avión para irse a Madrid porque tenía una actuación esa noche”, cuenta Gerard Jofra, road manager, hijo y viva imagen y voz de Eugenio Jofra Bafalluy (1941-2001). Entonces, Gerard tenía 12 años, pero con solo dos más ya “estaba en los camerinos con los grandes”. Dígase Martes y Trece, Gila o Tip y Coll. “Yo solo veía a mi padre, pero la gente lo admiraba. Yo lo acompañaba. Para mí, fue una etapa de hacer varios másteres”, comenta. «El 23-F no supo qué hacer hasta el último momento, estaba preocupado por lo que podría encontrarse en Madrid”.
A Eugenio le tocaba actuar en el último turno, hasta las 3:30 horas de la madrugada, tras las interpretaciones del Ballet de Arte Español, la orquesta y otras atracciones. Indeciso, finalmente, suspendió el viaje. “Él estaba pendiente del televisor. Recuerdo que había llamadas. Al final, se quedó en Barcelona y cenó con nosotros”, relata a A LA CONTRA el autor del libro Eugenio (Planeta de Libros), que ya trabaja en el guion de una película sobre la vida de su padre. Además, continúa su legado con el espectáculo ReEugenio.
Sus bromas fueron importantes en una etapa convulsa para España, a principios de los años 80. Tanto es así que 21 años después de su fallecimiento —se cumplen en marzo— sigue marcando a generaciones y sus más de 50.000 chistes no han pasado de moda. “El humor tiene que salir de momentos trágicos”, solía contestar en las entrevistas; pero jamás hizo una gracia sobre el 23-F, ni de política en general. “Era otro tipo de humor. Tampoco entendía y de lo que no entiendes, mejor no hablar”, responde su hijo. A pesar de que Augusto Pinochet era su fan incondicional, Eugenio nunca se posicionó y no ofender a nadie, probablemente, haya sido una de las claves de su éxito. Por cierto, pese a su fama de mujeriego, de sexo tampoco habló demasiado en sus chistes.
“Después de la represión, tras la muerte de Franco, todo el mundo estaba como cohibido. A mi padre le vino como anillo al dedo que la gente tuviese ganas de salir a la calle, de reírse. Se juntaron el hambre con las ganas de comer”, explica su heredero. Entonces, no había límites del humor. “Se puede decir de todo en un escenario; el problema es cómo, de qué manera y con qué intención se dice. Ahora se mira todo de una manera que creo que no ha lugar. Al humor se le está sacando demasiada punta, se le está dando demasiada importancia”.
En 1981, Eugenio era contratado por Florida Park varios días cada semana. Por tanto, al día siguiente del 23-F sí tomó un avión. “No iba y venía siempre. Teníamos piso en Madrid, un apartamento, y se quedaba a dormir allí”, dice Gerard, que se enteró del alcance de la fama de su padre por una valla publicitaria que anunciaba su primer casete (1979). Las colas se trasladaron de Sausalito, en Barcelona, a la capital y, a partir de ese momento, los programas de televisión empezaron a rifarse por sus derechos (Cosas y Un, dos tres… de TVE, La chistera de Telecinco, etc.). Pasó de ganar 10.000 pesetas a hacer 150 galas al año a cambio de medio millón cada una. Incluso llegó a rodar una película, fallida comercialmente (Un genio en apuros, 1983), antes de que las drogas lo consumieran hasta el día de su muerte, en 2001, que coincidió con el nacimiento de su primer nieto.
El humor serio y seco de Eugenio, casi triste, era característico por sus pausas, además de por el taburete, el cigarro o el cubata que lo acompañaban. El 23 de febrero de 1981 el silencio con el que solía comenzar sus intervenciones se prolongó más de lo habitual. Tanto que no hubo actuación. Nadie logró reírse aquel día de hace 41 años.