Martín Llade (foto de Nika Jiménez) es la voz de las mañanas de Radio Clásica en Radio Nacional de España, desde donde nos deleita con su Sinfonía de la mañana desde 2014. Es de San Sebastián, su voz es grave y profunda y su curiosidad inagotable. Hace 30 años, tras ver Calígula, se obsesionó por saber qué se escondía tras la fragilidad de la actriz Teresa Ann Savoy (foto de Francesco Radino), qué había detrás de aquella inusual belleza, cómo era la persona que habitaba tras ese cuerpo tan hermoso como etéreo. Decidió que descubrir todo aquello le ayudaría a descubrirse a sí mismo. Lo que nunca sabré de Teresa (Almuzara) es el homenaje de Martín a toda una época y un manual sobre obsesiones y recuerdos. También es un esfuerzo por redimir a Teresa Ann. Impenitente melómano, Martín Llade sustituye desde hace tres años a José Luis Pérez de Arteaga al frente del Concierto de Año Nuevo.
—Martín, ha sido toda una vida dedicada a Teresa.
—Pensándolo bien, todo esto empezó en agosto de 1992 y ahora están a punto de cumplirse treinta años. Y tengo cuarenta y cinco.
—¿Eres melómano gracias a Teresa y a Calígula?
—Gracias a Calígula, sí. O más bien a Sergei Prokofiev, cuyo Romeo y Julieta era parte de su banda sonora, lo que me llevó a interesarme de forma obsesiva por su obra y luego por la música clásica en general, de la que vivo hoy en día, muy feliz, disfrutando a diario de mil años de historia de la música. ¿Gracias a Teresa? Yo diría que ella despertó en mí más bien la idea de la consecución de la belleza como el concepto que nos protege, aunque sea efímeramente, de las tristezas de la vida.

—Sus padres eran fríos, pero ella confiaba en su madre.
—Su carácter se parecía más al del padre, un hombre extremadamente reservado, escocés, que de adolescente fue minero. Luego llegó a Londres y se dedicó a la carpintería. Vivieron años difíciles y me consta que en ocasiones el hombre se quedó sin cenar por darle su ración a una vecina octogenaria que tenían, muy pobre. La madre trabajó de cocinera en hoteles antes de ser telefonista en British Telecom. Conocieron la Segunda Guerra Mundial y vivieron las estrecheces de la clase media de entonces, mucho menos privilegiada que la que hemos conocido nosotros. Para ambos, católicos para más inri en Inglaterra, tuvo que ser un shock que su hija de dieciséis años se escapara de casa sin motivo alguno y regresara dos años después convertida en actriz de películas eróticas.
—Teresa se siente sola, extraña y distinta. ¿Es eso lo que la deja en manos de un fotógrafo?
—Sí, porque es alguien distinto que le ofrece una vida completamente diferente a la que ha conocido. Una vida al sol, sin preocuparse por el mañana, compartiendo todo con otros soñadores. Naturalmente, fue un espejismo.
—Villa Fassini. ¿Qué era y qué representó?
—El último estertor hippie en Italia. Quizás en la línea de lo que pasó en Ibiza pero de forma más libre (no olvidemos que los hippies de aquí lo fueron todavía en dictadura). Pero luego esos hippies resultaron ser hijos de clase acomodada que cuando se cansaron montaron sus negocios y emprendieron una vida burguesa, como la de sus padres. Teresa no era así, por eso se sintió perdida cuando la comuna se desvaneció. Por otro lado, es llamativo que la comuna de Terrasini estuviera en el mismo feudo que la temible Cosa Nostra de Tano Badalamenti. Y naturalmente, ellos no hicieron nada por enfrentarse a la mafia (como sí hizo Peppino Impastato, que lo pagó con su vida). Sencillamente, esa no era la guerra de aquella comuna.
—A pesar de estar allí, Teresa se niega al amor libre y a las drogas.
—En el fondo, no deja de ser una persona con unos anhelos tradicionales. Quería casarse y tener una gran familia. Las drogas no le interesaban, aunque me consta que al menos las probó. Cuando cayó en la anorexia (porque se veía fea, entre otras cosas) fue repudiada por el mundo del cine que creyó que era una yonqui. Esos años desarrolló una fuerte adicción al tabaco que es la que acabaría con su vida, a los 61.
—¿Crees que su primer desnudo es por amor o por dinero?
—Por amor a quien le hizo las fotos y se lucró con ello. Luego, la convencieron de que era un dinero fácil que le permitiría viajar. Y ese era el mayor de sus sueños. Y viajó mucho en sus años de fama.
—En esas fotos, tú comentas que su mirada parece decir «veréis mi cuerpo, pero no mi alma».
—Sí, hasta que su familia no me envió fotos privadas no vi su rostro auténtico, relajado y feliz. Cuando posaba para las fotografías o en las películas hay una coraza de hieratismo, una forma de protegerse de los millones de personas que la vieron desnuda y la consideraron un objeto que colgar en un póster.
—¿Qué sensación te dio cuando pudiste contemplar por fin todas aquellas fotografías?
-Vi al ser humano, al que he querido recrear en el libro. Incluso cuando ya estaba escrito, su hermano me envió fotos de su infancia y adolescencia, y aquella mirada se correspondía a la de la persona que yo había soñado cuando traté de recrear esa etapa de su vida de la que apenas contaba con referencias entonces.
—¿Las críticas a nivel calle por sus desnudos eran reales?
—Sí, lo fueron. La gente la criticaba a veces cuando la reconocía, incluso algunas personas que le presentaron se lo afeaban. “¿Es que no te da vergüenza mostrarte así y hacer esas películas tan guarras?”. Eso le dolía profundamente. Cuando esos filmes se estrenaron fueron considerados obras de arte y en algún caso fueron incluso objeto de tesis doctorales.
—Teresa era muy hermosa, pero dices en un momento que esa belleza era su fragilidad. Tal vez su fragilidad era su belleza…
—Ambas cosas. Era la suya una belleza que parecía a punto de saltar en pedazos en cualquier momento. Y eso es lo que le sucedió en un momento determinado. Creo que nunca se recuperó del todo del hecho de haber sido encasillada de tal manera. Pero supongo que también tuvo la fuerza de sobreponerse y tratar de llevar una vida normal durante un tiempo. Pero por testimonios de personas que la conocieron sé que esa herida nunca se cerró y que se arrepentía de haber confiado en personas que la arruinaron, económica y moralmente.
—En Salón Kitty, todo eran buenas señales, desde el director al guionista, pero todo falló.
—Sí, estamos hablando de Ennio de Concini, que había ganado un Oscar por Divorcio a la italiana. Respecto a Tinto Brass, en esos años todavía tiene el pulso de un autoproclamado discípulo de Rossellini. Y su estilo caótico y su estética no carecen de atractivo, pero sus guiones son nefastos. El de Salón Kitty hace aguas cuando podía haber dado lugar a una gran película. Respecto a Calígula, creo que el montaje del productor de Penthouse, Bob Guccione, dio lugar a una película aún mejor que la que Brass tenía en mente (las escenas descartadas que existen son bastante esclarecedoras en ese sentido). Después, con la excepción de La llave, Brass hace basura. La pena es que Teresa trabajó con directores muy grandes como Alberto Lattuada y Miklos Jancso, pero no en las mejores películas de estos.
—En el libro hay personajes escabrosos, como El chico Visconti.
—Helmut Berger fue una víctima de sí mismo… Alguien que vivió todo al extremo y se consumió en todos los sentidos. Visconti podía haberlo salvado, pero murió… Ahora su vida es muy triste, está en la indigencia. Y sin embargo, qué carisma el suyo en La caída de los dioses, Confidencias o Ludwig II.
—Es que El chico de la naranja mecánica contaba que Kubrick era un cabrón…
—Dice eso porque en La naranja mecánica le rompieron varias costillas, casi lo ahogaron en la escena del abrevadero, le rasgaron un ojo en la escena de las pinzas en los párpados y encima Kubrick le trajo una serpiente cuando él las tenía pánico. Una vez terminada la película no volvió a cogerle el teléfono. Malcolm se sintió utilizado, aunque una vez muerto Kubrick matizó su juicio. Seguía extrañando los buenos ratos que pasó con él (que también los hubo) en el rodaje.
—Berlanga no sale bien parado.
—Esa anécdota de su encuentro con Teresa y Maria Schneider en Cannes en 1981 me la contó un amigo suyo al que envió la postal con el autógrafo de ambas. No creo que salga mal parado. Solo fantaseó un poco con ellas.
—María Schneider aparece como otro juguete roto entre hombres sin escrúpulos.
—Sí, murió un año antes que Teresa y en su caso lo pasó aún peor. La escena de la mantequilla (que casi la lleva a la cárcel, encima) la persiguió durante toda su carrera. También tuvo problemas de drogas y otros…
—Ahora que has acabado, sientes un vacío?
—No. Creo que lo he llenado al fin, después de treinta años.
—¿Cómo has defendido en casa sentir admiración por una actriz erótica de los 70`?
—Mi mujer ya la conocía. Siempre le ha hecho gracia esto y en su momento me animaba a contactar con ella (porque tenía la dirección de su familia). Pero nunca me atreví, no quise ser visto como un lunático. Luego, cuando mi mujer leyó la novela me dijo: “Pero si ya sabía todo esto que cuentas aquí”. Le gustó pero le pareció una historia triste.
—Desde hace años diriges y presentas Sinfonía de la mañana en Radio Clásica.
—Desde octubre de 2014, sí. Dichosos tiempos prepandemia.
—Ahí escribes un relato diario sobre músicos.
—Durante dos años sí, luego los viernes pasaron a ser reposiciones. Con cuatro semanales está bien.
—Y este año, y por quinta vez, has retransmitido el Concierto de Año Nuevo.
—Sí, y aunque paso unos días nervioso hasta que sucede, siempre lo disfruto mucho y esta vez no ha sido una excepción.
—¿Quién era José Luís Pérez de Arteaga?
—El maestro por antonomasia para quienes nos dedicamos a esto. Teresa murió un mes antes que él y se lo comenté, porque él sabía quién era ella y conocía la BSO de Morricone de su película La desobediencia. Al escuchar que había muerto noté que su rostro se ensombrecía. Luego comprendí que debió pensar en su propia enfermedad y en el hecho de que —todos lo ignorábamos en la radio— le quedaba poco.
—Sobre el concierto de Año Nuevo. ¿Puede ser que Daniel Barenboim estuviese parco en movimientos?
—Parece que tiene serios problemas de espalda y sí, también consultó la partitura, cuando él dirige de memoria. Pero no dejó de ser Barenboim y hubo momentos muy hermosos.
-A nivel de público e interés, ¿la música clásica va a más o a menos?
—Los clásicos nunca mueren. De acuerdo con que no superan a las músicas de usar y tirar, pero esas envejecen en unos meses, en un par de años a lo sumo. Beethoven sonará hasta que la humanidad se extinga. Si eso no es ir a más…
—¿Qué habría que hacer para que los políticos se tomen más en serio la música clásica?
—No sé, gravarla con algún impuesto, supongo.
—¿Conoces a algún político melómano actual?
—Aparte del que todos pensamos, pocos. Pero te diré que hace poco me escribió una política bastante conocida que me sorprendió confesándome que ella y su hija de nueve años me escuchan todas las mañanas. Me alegró saberlo.