Hay ocasiones en las que el destino te guiña un ojo y susurra en tu oído palabras de amor. Mira qué hijo tan guapo, disfruta de tu nuevo empleo, muerde estas croquetas de jamón, que están calentitas.
Otras veces, en cambio, te mira con un rictus siniestro y te señala un camino tan lúgubre como inevitable. Ella te dirá que no, el lumbago te dolerá más mañana que hoy, te han empatado en el último minuto.
Esto ha sido precisamente lo que ocurrió en el encuentro que enfrentaba al Cádiz con el Espanyol en el Nuevo Mirandilla. Tras un choque emotivo e intenso, Raúl de Tomás aprovechó un despiste defensivo para sellar las tablas justo sobre la bocina, cuando ya la afición cadista, tan apaleada este año, festejaba la primera victoria local del curso.
El partido no había comenzado bien para los intereses amarillos. El equipo catalán, con mucha más calidad y aplomo, se hizo con el dominio del balón y del juego casi desde el pitido inicial. Por el contrario, los de Sergio González (qué extraño me resulta no escribir otro nombre…) parecían atenazados y temerosos. Cualquier circulación de balón de los visitantes revelaba huecos por doquier en la zaga gaditana y así, en el minuto diez, Darder encontró un sendero por el que dirigir un preciso pase hacia Morlanes, que fusiló a placer. Durante el resto del primer periodo el partido fue casi un monólogo perico y, aunque es cierto que el Cádiz tenía un aire ligeramente más atrevido, la ausencia de calidad individual impedía cualquier acercamiento peligroso. Diríase que los jugadores, acostumbrados a alejar el balón de sí como si les quemase, sentían vértigo ante la exigencia de trenzar jugadas con sentido. Así las cosas, el descanso se recibió con una mezcla de alivio y resignación: el castigo en el juego había sido mayor que en el marcador.
Urgidos por el resultado y por la grada, los locales salieron con otra actitud al volver de los vestuarios. Adelantaron la línea defensiva, aumentaron la concentración y cargaron el área rival con más efectivos. Acosaron al enemigo y resultó que el enemigo no era ni mucho menos invulnerable. Varios centros laterales pusieron en apuros a Diego López hasta que uno de ellos, nacido en las botas de Iza, terminó, tras varios rebotes, en la zurda de Negredo. El vallecano ajustó el balón al palo izquierdo y, de repente, la grada estalló.
El efecto enardecedor del gol fue fulminante. De los gritos a Vizcaíno y la nostalgia por Cervera, se pasó al apoyo incondicional. Los gaditanos, espoleados por los ánimos, redoblaron sus esfuerzos y demostraron que donde no llega la calidad, a veces llega el deseo. Sin precipitación pero con insistencia, el Cádiz se hizo con el control del partido. No generaba ocasiones muy claras pero agobiaba una y otra vez a la defensa visitante gracias a las internadas por banda de Espino y Alejo, activos y bulliciosos. Y fue precisamente el vallisoletano el que en el minuto noventa, aprovechando un saque de banda de Negredo, colocó el segundo en el marcador para los amarillos.
Parecía que el partido terminaría con el aire festivo que inundó la grada en ese momento. Parecía que las sonrisas serían mayoría absoluta en el camino de vuelta a casa.
Pero no.
En el minuto 95, justo antes de que el árbitro pitase el final, el Espanyol le pagó al Cádiz con su misma moneda: un saque de banda bien ejecutado terminó con un centro al área pequeña. De Tomás le ganó la espalda al Pacha y el empate subió al marcador.
Fue tanta la crueldad que las sonrisas no fueron sustituidas por muecas de tristeza, sino de estupor. Un silencio helado se enseñoreó del estadio. No, esta noche tampoco sería.
De todos modos, alguna lectura positiva sí que podría hacerse. El Cádiz demostró casta, poder de reacción y, a ratos, una cierta capacidad para generar juego. Con tres o cuatro fichajes de buen nivel (de esos que sí hacen nuestros rivales directos) tal vez todavía podría soñarse con la permanencia. En caso contrario, dependeremos únicamente de los cambios de humor del destino.
Y no parece que este año le resultemos muy simpáticos.