El formato de competición del campeonato ACB, con una extensísima fase regular que solo premia con la ventaja de campo en las eliminatorias, incentiva cierta procrastinación. No hay que entender esta afirmación en el sentido literal: por supuesto que los entrenadores quieren ganar todos los encuentros. Se trata de señalar la inevitable tendencia, en una temporada tan sobrecargada —con la espada de Damocles del coronavirus como peligro añadido—, de guardar los mayores esfuerzos para cuando se halle toda la carne en el asador. El componente emotivo que conlleva un Clásico minimiza esta circunstancia, aunque hasta en estas citas hay veces en que los técnicos dudan acerca del número de cartas que están dispuestos a mostrar boca arriba. Con la Copa del Rey en el horizonte cercano, la preferencia por el secretismo táctico aumenta.

Independientemente de lo anterior, el Madrid presenta el mismo problema ante su rival desde el aciago momento en que Jasikevicius vino a organizar con su disciplina las pródigas inversiones blaugranas: tras la partida de Campazzo, el quinteto titular barcelonista está un escalón por encima. Y lo sigue estando a pesar de los esfuerzos compensatorios de la dirección deportiva blanca, que ha logrado configurar un juego interior envidiable pero que tiene en su debe una línea exterior de mero notable alto cuando, para enfrentarse al ogro culé, necesitan al menos un sobresaliente. El primer parcial resultó engañoso: basta con que Saras deje de recurrir a su segunda unidad y coloque en pista el Calathes-Kuric-Higgins-Mirotic-Davies para que la respuesta merengue requiera un arrebato excepcional —lo que sucedió en la Supercopa— o un plan genial desde la pizarra de Laso. Puede que incluso ambas condiciones. En ausencia de las mismas, la derrota supone el cauce normal de los acontecimientos.

Más allá de esa lectura general, un partido se compone de multitud de pequeñas historias. Los focos casi siempre apuntan a Mirotic cuando juega en Madrid, y posiblemente el aficionado menos analítico —confieso tener que realizar un gran esfuerzo para morderme la lengua antes de utilizar el epíteto de futbolero— sucumba a la tentación de quedarse con el estético póster de su triple final y sus tres dedos desafiantes. Pero quien de verdad se reivindicó en su retorno al Wizink con la camiseta enemiga fue Laprovittola. Sus estupendos seis postreros meses como madridista dejaron en el aire la duda acerca de lo conveniente de su partida, una decisión tomada con bastante antelación en virtud de su inoperancia anterior. Habrá que dejar concluir el año, mas si persiste su solvencia habrá más de uno que acabará tirándose de los pelos. Heurtel se muestra bloqueado ante sus ex, quién sabe si aún preso de algún estrés postraumático, y Williams-Goss sufre demasiado ante los contactos que implica el pegarse con el Barcelona. Por otro lado, cuando Davies o Sanli sacan a bailar a Tavares se pierde la baza de la intimidación en la pintura; además, si no se controla el rebote de manera constante, las segundas opciones acaban sepultando a los blancos. En cuanto al acierto, ni siquiera resulta imprescindible un Higgins estelar: no hay escolta entre los de Laso que pueda contrabalancear una racha de Kuric.

El Madrid solo pudo entrar en el derby desde la épica. En otra época esto hubiese hecho referencia a una actuación superlativa de Llull. Por desgracia, no es el caso: sus esporádicos triples no maquillaron su incapacidad para contener a su par. Fueron el nivel defensivo de Rudy y la actitud de Abalde los que contagiaron a sus compañeros para un heroico arreón que llevó al electrónico a un sugerente 66-68. Sin embargo, el FCB vio la apuesta y subió otro peldaño su furia defensiva, evitando transiciones y cerrando el grifo de los puntos madridistas. El encuentro se afeó en el último periodo con varias técnicas y antideportivas, alguna de las cuales muy discutibles, que terminaron de frustrar a los blancos. Con independencia de las acciones concretas, mal haría el Madrid en perderse en llantos que nunca remedian nada. Si la reestructuración en las posiciones de fuera ha de posponerse hasta verano —se está acabando el quinto día tolkeniano y ya nadie se atreve a mirar esperanzado hacia el oeste, buscando vislumbrar la silueta de Carroll a lomos de un corcel salvador—, no queda otra alternativa que apretar los dientes y estudiar muy bien las opciones desde la pizarra. En Granada, dentro de pocos días, habrá opción para la revancha.

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