“Cuando te ganan 4-1 te lo tienes que hacer mirar, no voy a poner como excusa al árbitro”. Así zanjó Gayá, que un es tipo elegante (vean cómo tiene recortada la barba), la única polémica del partido (penalti que no fue), convertida en anécdota por los goles que vinieron luego.
Carece de sentido que el relato del encuentro gire en torno al regalo arbitral del minuto 43, aunque es obvio que dio impulso a unos y perjudicó a los otros (Loving Perogrullo). De haber ganado el Madrid por 1-0 habría que explayarse en el asunto y en los inextricables caminos del VAR, pero la goleada aconseja ampliar la mirada. No olvidemos tampoco que ya antes del desvanecimiento de Casemiro, el Real Madrid había sometido al Valencia, flamígero en la salida y mediocre en la continuación. En este sentido, quede constancia del zurdazo de Modric al larguero, casi a la escuadra, tan violento que el balón salió repelido como si lo hubiera bateado DiMaggio. Para entonces, ya había un equipo que tenía agarrado al otro por la solapa.
No venció el Madrid por el susodicho penalti, ni el error del árbitro es tendencia de nada, aunque cada uno es libre de invocar a Guruceta. El Madrid ganó como ganará esta Liga: con más convicción que juego. También con oficio. Y con personalidad. Y, por supuesto, con la inestimable ayuda de su entrenador. Es posible que Ancelotti no sea un erudito en cuestiones tácticas, pero suyo es el mérito de haber recuperado a jugadores que, en el mejor de los casos, estaban en duda. Me refiero, naturalmente, a Vinicius y Militao. Ellos son la ayuda que necesitaba la vieja guardia. Confirmado el prodigio (casi milagro), no se puede descartar que otros se sumen. Ceballos jugó unos minutos y lo pringó todo de esa clase que tiene y le sobra. Qué buena noticia sería que el chico (25 años, como Asensio) recuperara la confianza. Qué bien le vendría una transfusión de optimismo; en el Madrid sobran los donantes. Vinicius representa al optimista que ha tenido razón y Mendy al que todavía espera tenerla. El entusiasmo de ambos es conmovedor, aunque los resultados sean dispares. Uno lo hace casi todo bien y el otro casi todo mal, pero nada afecta al compartimento estanco de su felicidad. Quién pudiera.
Desde que comenzó la temporada, Vinicius arrastra musas como si fueran la cola de un cometa. Le sale todo, incluso diría que le sale al paso. Su primer gol estuvo tan favorecido por la suerte como por la insistencia. Si escapó del enredo en que se había convertido la jugada es porque se libra de los problemas como el correcaminos del coyote.
El segundo que marcó fue como encontrar un billete en el suelo. Su gran mérito fue pisar el suelo adecuado en tiempo y hora, seguir la jugada e intuir el rechace. Más que estar en racha, da la sensación de que Vinicius está enamorado, en cuyo caso el hechizo sólo lo podrá romper el veneno de una cobra.
Mientras lo de Vinicius es intuición, lo de Benzema es conciencia. A diferencia de la maduración express del brasileño, la evolución de Benzema ha sido consciente y trabajada, no dudo que influida por sus avatares personales. El resultado es un futbolista fenomenal. Su segundo gol (obviemos el penalti del oprobio) fue una demostración de superioridad y visión panorámica. En una zona que abrasa (centro geográfico del área) hizo lo que le dio la gana. Controló, pisó la pelota, se giró y disparó junto al palo. Fue su gol 301 con el Madrid, cifra asombrosa para quien se ha convertido en goleador por exigencias del guion (sigo pensando que su naturaleza es más poética que carnal).
Así de lejos queda el penalti que no fue y así se acerca el líder al título, aunque todavía vendrán tormentas. Siempre las hay. Lo curioso es que en el fútbol llueve primero y se nubla después.