De alguna manera, y esta es una expresión que podría utilizar continuamente en este texto, Boris Johnson se hizo con la alcaldía de Londres. Ya como alcalde, en agosto de 2012, apareció en el Parque Olímpico montado en una tirolina con un casco mal colocado y con un traje que no hubiera podido estar más arrugado y desajustado. Entonces daba un poco igual que fuera alcalde de Londres. Era una posición sin demasiado poder y él era un tipo jocoso, una especie de bufón de la corte que llenaba tabloides, entretenía al público y alejaba la atención de otros temas en el partido conservador. Todo el mundo le reía las gracias. Era un hombre campechano, un conservador cercano al pueblo. Nadie le auguraba una carrera política que él sí perseguía.
Tuvo su gran oportunidad con el referéndum sobre la salida de la Unión Europea: Johnson se hizo una foto con un autobús rojo con un eslogan que prometía que los 350 millones de libras semanales que el Reino Unido pagaba a la Unión Europea serian destinados a la sanidad publica (NHS) si el Brexit prosperaba. Digamos, antes de continuar, que el NHS ha visto sus recursos recortados continuamente por sucesivos gobiernos conservadores.
Ganado el referéndum, Boris negó que tal autobús existiera, pero en estos tiempos en que todo el mundo lleva una cámara encima la cantidad de evidencias en su contra fue contundente.
Alguien sugirió a Theresa May que sería una buena idea nombrar a Boris secretario de exteriores en medio de las negociaciones con Europa. Se esperaba que si se veía obligado a dejar de escribir su bien pagada columna en un tabloide, Johnson estaría bajo el control directo del gobierno y no haría demasiado ruido. Craso error. No se puede poner a disposición de un fanfarrón bocazas un cargo diplomático. En Italia llego a decir que, si la UE no aceptaba sus condiciones, el Reino Unido dejaría de comprar vino prosecco. El ministro italiano Carlo Calenda le respondió: «Ok. Entonces tú venderás menos fish and chips. Pero estamos hablando de que yo venderé menos prosecco a un país y tú venderás menos a 27 países».
No soy capaz de cuantificar el papel de Boris Johnson en la caída de May, pero su llegada al cargo de Primer Ministro es la culminación de su agenda personal. Quizá en el partido conservador pensaron que el riesgo valía la pena, dada su imagen popular y su conexión con gran parte de la clase trabajadora. Pero no se equivoquen. Cuando las cosas se tuercen, el partido ha sido siempre tan capaz como cualquier dictadura de reciclar a sus lideres.
Así pues, Boris, quién lo hubiera dicho, hizo del 10 de Downing Street su residencia. Que las negociaciones con la UE iban a ser duras y que no llevaba las cartas tan marcadas como él pensaba ha ido quedando claro desde el principio. Sin embargo, Johnson debía mantener su discurso ante votantes susceptibles de volver al partido laborista. Pero algo cambió. El Brexit es un tema de largo recorrido que no precisa de la intervención inmediata del Primer Ministro. Cosa distinta ha sido, y está siendo, la crisis de la pandemia. El covid ha puesto a Boris en el disparadero como nunca antes lo había estado.
Las primeras noticias que llegaban desde España e Italia hablaban de un problema de extrema gravedad por la demanda de recursos de la sanidad pública. Boris primero optó por no actuar y después, aconsejado por el diablo seguramente, hizo pública la intención de no hacer nada. Su estrategia era dejar que el virus se extendiese y lograr la inmunidad de rebaño, aunque por el camino se pudieran quedar algunos seres queridos. Afortunadamente, el asesor médico del gobierno le hizo rectificar.
Como en todas partes, el Reino Unido acabó confinado. Bodas, bautizos y funerales debían desarrollarse sin invitados. Las fiestas estaban prohibidas y solo al aire libre podían darse algunos encuentros con un numero ínfimo de participantes. Así era para todos. O eso creíamos.
Hace unas semanas se empezó a cuestionar al primer ministro sobre alguna fiesta en el interior de Downing Street. Las insinuaciones fueron rápidamente negadas y desechadas. Poco después, apareció un video en los medios de comunicación con un alto cargo de Downing Street riéndose en una rueda de prensa simulada en la que decía que la fiesta de Navidad era una reunión de trabajo… con alcohol. Aquella filtración solo le costó el puesto de trabajo a la asesora, Allegra Stratton.
Días después se publicó una foto tomada en mayo de 2020 en los jardines de Downing Street. Boris y su esposa aparecen sentados en una mesa sin distancia social ante un grupo de empleados, compartiendo queso y vino. La foto llega a mostrar hasta 17 personas. El entorno de Johnson volvió a tirar balones fuera y dijo que el Primer Ministro apenas estuvo dos minutos en esa «reunión de trabajo»…
Así hasta la siguiente revelación, en este caso un email en el que se invitaba a cien empleados a una fiesta en los jardines de Downing Street para aprovechar el buen tiempo. Por cierto, en el mensaje se sugería a los empleados que llevaran su propio alcohol. Afortunadamente, 60 de ellos rechazaron la invitación. Desafortunadamente, Boris no fue uno de ellos.
Boris admitió ante el parlamento del Reino Unido que había roto una ley establecida por su propio gobierno, pidió disculpas, habló de la situación en plural (nada es nunca culpa suya) y aseguró que había estado presente en la reunión apenas 25 minutos sin saber que era una fiesta.
Ninguno de sus ministros ha salido en su defensa. Tampoco sus tabloides, ni los ciudadanos que le reían las gracias. Lejos de encontrar apoyo, desde su propio partido le han pedido que dimita. El bufón de la corte ha pasado de generar gracia a ira. Tiene un par de opciones: irse, aunque ya no será con la cabeza alta, o esperar a que el Comité de 1922, un grupo de parlamentarios que podría parecerse a la tabla redonda de Arturo o a un cónclave de obispos, convoque una moción de confianza. Para ello solo necesitan 54 cartas de miembros del parlamento del partido, y eso parece hecho.
Generalmente era el propio partido el que sugería al líder que sobraba cuál era la pastilla de cianuro (simbólica, por supuesto) que debía tomarse, una vez mostrado que el futuro ya no existía. Boris es demasiado testarudo y arrogante para darse cuenta y quizá tenga que sufrir la humillación del voto de confianza. Es posible que las cabezas pensantes del partido hayan retrasado su sentencia para dejar que Boris se haga cargo de todas las malas noticias y así permitir que su sucesor herede una oficina en orden. Sin embargo, ahora existe un riesgo mayor para ellos: que el partido laborista gane las próximas elecciones.