El lugar fue Marbella y la fecha un fin de semana de noviembre de 2019. Este que les escribe tenía que cuidar la exposición del Museo del Deporte que el diario Marca había incluido en su evento llamado Sports Weekend.
Cuando Manolo llegó al recinto, nos comentaron su necesidad de volver después al club que lleva su nombre, donde lo esperaban para presidir un clínic con los chavales de la zona.
«¿Podrías acercarle tú?»
Decía Luther King que todos deberíamos encontrar alguna cosa por la que poder morir para sentirnos vivos. Yo iba a tener a mi disposición durante 20 minutos a uno de los mayores mitos de nuestro deporte, solamente con la condición de dejarlo a salvo tras el trayecto. No cabía en mi de gozo. Luther King exageraba un poco.
Pensé que en esos 20 minutos quizá Manolo me permitiría explicarle cómo mi padre me había vendido una de nuestras primeras experiencias deportivas juntos («hijo, ya verás cómo Santana le hace alguna dejada al rival y consigue que la bola le vuelva a su campo por el efecto que le da») y confesarle que él cumplió con creces con su parte de la venta. Es posible que aquel día, en las pistas de tierra batida de la vieja Ciudad Deportiva del Real Madrid, empezara a amar de verdad mi deporte favorito.
Imaginé que me daría tiempo a contarle que uno de los textos sobre temática deportiva que más he disfrutado en mi vida lo tenía a él de protagonista. Lo escribió Santi Segurola en El País en 2004, con motivo de la irrupción de Nadal en aquella Copa Davis de Sevilla. «En la cancha, Rafael Nadal se enfrenta a Andy Roddick», escribía Santi, y en la grada se habían reunido «por primera vez para presenciar una final de un equipo español los tres pioneros, Santana, Gisbert y Arilla, que, junto al ya entonces fallecido Juan Manuel Couder, habían perdido 39 años antes la final en Australia». Supuse que Manolo me dedicaría alguna lacónica respuesta («el tiempo vuela»), fruto de la escasa energía que ya se le notaba en los meses previos a la dichosa Pandemia.
Nada de lo imaginado sucedió, por supuesto. Sé que yo hablé más que él. Y sé que lo hice fundamentalmente de cosas triviales. Pero recuerdo que, en un momento concreto, parados en un semáforo, sí me atreví a ir un poco más allá y fui capaz de transmitirle un sincero agradecimiento por lo que su figura había significado para nuestro deporte. No olvidaré jamás su mirada clavada en el horizonte, sus ojos vidriosos y un vano intento de respuesta. Dicen que, a veces, es el silencio el que nos permite pensar mucho más en el cielo.
Descansa en paz, Manolo. Vaya desde aquí un abrazo enorme a sus seres queridos.