Recordaba Laso en la previa la categoría legendaria de los Real Madrid-Maccabi, condición tan incontestable que cada alusión a la misma prácticamente constituye un pleonasmo. Aunque la repetición de encuentros que conlleva la temporada regular de la Euroliga desmitifica un poco cada cita —el abuso tiene consecuencias, ténganlo en cuenta los partidarios de la Superliga—, este Maccabi, al fin reconstruido después de varias temporadas de zozobra, permitía la recuperación del picante del que habían carecido los últimos duelos. Quizá no a la altura de aquellos tiempos en los que Earl Williams y Perry saltaban a la grada para obedecer el Talmud y devolver cariñosamente la moneda recibida, pero desde luego con aroma a partido de los grandes.
El Madrid salió con el dinamismo que caracteriza sus arranques en el Wizink Center, con Taylor sustituyendo en el quinteto titular a Abalde tras su lesión en el calentamiento —el gallego se probaría posteriormente sin suerte, teniendo que enfilar el túnel de vestuarios—. El fluido arranque dejó una ventaja de diez puntos en los primeros cinco minutos que Maccabi consiguió diluir tras un tiempo muerto de Sfairopoulos. Gracias a las correcciones del griego en los bloqueos, la intensidad defensiva macabea cortocircuitó los ataques de los blancos, quienes, condenados por la falta de un anotador regular mientras Carroll termina de deshojar la margarita, sufren mucho cuando se atasca el tiro exterior. Tras unos inesperados puntos de DiBartolomeo, el conjunto israelí tomó impulso y se asentó sobre el parqué apoyado en sus habituales pilares: Williams, Reynolds y, cómo no, su estrella Wilbekin.
Yabusele hacía algunos números sin destacar como protagonista, Williams-Goss se mostraba discreto en la dirección y un errático Llull acumulaba pérdidas y fallos por doquier. El Maccabi había logrado espesar la atmósfera del Palacio, y Evans y Zizic percutían desde la pintura. Laso recurría a afrancesar el equipo sin que eso tuviera repercusión en el desacierto en el triple, y tampoco el comodín de las dos torres funcionó como se esperaba en los instantes en que coincidieron en pista. Al inicio del último cuarto, con los maccabeos ligeramente despegados en el electrónico (50–59), negros nubarrones amenazaban con aguar la celebración del octingentésimo partido del técnico vitoriano.
Un par de pérdidas provocadas por la incansable defensa de Rudy dieron alas a los merengues, sostenidos por un Poirier que cada vez se atreve a pedir más galones. Tanto en el rebote como machacando, el gigante francés acercó a los suyos y generó las primeras dudas en los de Tel Aviv. Una oportunidad que no desaprovechó Heurtel, de repente prendido como un fósforo: un par de triples y una canasta inverosímil completaron una inesperada remontada. Con tesón, coraje y una ráfaga individual de talento el Madrid consiguió darle la vuelta a un encuentro que había llegado a tener grandes visos de derrota. Sin embargo, el Maccabi aún quiso vender cara su piel en un último coletazo, y empató de nuevo a falta de trece segundos merced a un triple de Williams mal defendido. Llegados a este punto, cuando todo el pabellón —y probablemente también los rivales— esperaba que el encendido Heurtel se jugase una mandarina, Laso planteó una acción sensacional desde la pizarra. Acumuló hombres en el lado izquierdo del ataque para limpiar la zona y ordenó a Causeur hacer un corte en el lado débil para entorpecer a Zizic con un bloqueo indirecto; como resultado, Yabusele recibió con ventaja y superó al desequilibrado Zizic con una penetración imparable. Dos puntos que valen una victoria y un liderato provisional, frente un claro candidato a la pelea por la Final Four. Y lo que es casi más importante: se trataba del Maccabi. Como recordaba el discurso en la previa, siempre sabe mejor.