Hubo una época en la que en el pabellón de baloncesto del Madrid se producían encuentros estelares que parecían de otro mundo. Equipos universitarios de la NCAA o selecciones como la yugoslava y la soviética —con lo que eso significaba antes de que el mapa del continente europeo se resquebrajase en los noventa— constituían auténticos all-star que hacían aproximarse a jugadores casi irreales. Como denominador común estaba la competitividad del equipo blanco de enfrente, que se entregaba a tumba abierta para desmentir cualquier condición amistosa esperada previamente. Anoche, en unas fechas similares pero muchos años después de la desaparición de aquel mítico torneo, y en el enésimo “más difícil todavía” con que el Madrid desafía sus propios récords en el ámbito de la épica, se produjo una emotiva reivindicación de la magia como forma de vida.
Con la baja del multiusos Hanga a última hora, el Madrid contaba exactamente con seis jugadores de la primera plantilla para recibir al CSKA. Ausente el primer entrenador, Chus Mateo completó su banquillo con tres canteranos: la estampa era tan desoladora que más de uno hubiese arrojado la toalla antes del saque inicial. Sin embargo, pronto habrían de desterrarse esos nubarrones: un arranque extraordinario dejó anonadado a un confiado CSKA, que sufrió un parcial de 17-3 totalmente inesperado, el primero de los tortazos que habría de recibir en toda la noche. Los rusos contemplaban extrañados el arrojo de Sheriq Garuba —la fiereza viene de serie con el apellido— o el desparpajo de Klavzar, imberbe esloveno que dejó una actuación para la historia en su debut con el siete a la espalda, en el mejor de los homenajes al último que cumplía esas características. Los veteranos, por su parte, no dejaron nada en el tintero pese a la sobreexplotación de minutos: Tavares exprimió su físico con más de 35 minutos en pista, y Rudy, a cada momento más renqueante, daba una nueva exhibición de esa defensa intuitiva que le ha convertido en la peor pesadilla de la década para casi todos los exteriores de la Euroliga. Ayer hubo de volver a jugar incluso de falso pívot, logrando secar a Shengelia a pesar de una sobrecarga. Un mero ejemplo más en la compilación de heroicidades de la noche.
El conjunto de un furibundo Itoudis intentó redimirse en el segundo cuarto, logrando emparejar el electrónico a base de explotar su superioridad física y hasta irse ligeramente por delante al descanso, 37-40. Clyburn asumía la responsabilidad y Milutinov conseguía hacer un poco de daño a Tavares obligándolo a salir de la pintura donde tan cómodamente gusta de dedicarse a desviar lanzamientos de rivales asustados. La remontada roja parecía anunciar que el encantamiento se desvanecería en cualquier instante, con los cronistas ya agazapados con la honrosa limosna del predecible titular: “Demasiado hicieron”. No obstante, el Madrid se aferró al partido, incluso a pesar de la errática noche en el tiro de Llull —anotó su primer triple al séptimo intento—. De ello tuvo buena culpa Nigel Williams-Goss, jugador cuya actuación puede constituir un antes y un después en su carrera como merengue; al fin y al cabo, el talento nunca se le discutió, pero sí cierto hieratismo que anoche desterró para mostrar un liderazgo desconocido anteriormente. También en defensa, secando a Clyburn, la única carta poderosa ayer en la mano visitante.
El último cuarto supuso un frote de ojos continuo por parte de la afición. El CSKA apenas pudo anotar unos exiguos diez puntos, y Williams-Goss encadenaba una penetración ventajosa detrás de otra, dejando al descubierto las vergüenzas de la defensa rival hasta el 71-65 final que llevó al éxtasis a la grada. El mejor regalo de Navidad de los últimos treinta años, y una de las hazañas más grandes de la sección de baloncesto del club. Al menos, hasta la próxima jornada.