Dice la fórmula DIAS de Excel que, desde el 1 de marzo del 2020 hasta hoy, miércoles 27 de octubre de 2021, he pasado 605 días sin pisar el Bernabéu. Me parecen tantos que vuelvo a repasar los datos. Muchas cosas han sucedido en este intervalo, pero lo que importa es que a las nueve de la noche de este miércoles estoy frente a la puerta 39 para volver a entrar en el estadio.
Más que ir a un partido de fútbol, me siento como si entrara en un museo. Tengo mucha curiosidad por ver las obras desde dentro y cómo avanzan, qué reconozco del antiguo estadio y qué ha cambiado. Digamos que no me parecería mal que, en vez de salir el árbitro del túnel de vestuarios, apareciera el arquitecto encargado de las obras con un puntero láser para señalarnos lo más relevante del trabajo que se está haciendo.
Y ahí anda mi cabeza, imaginando una lección magistral, cuando, una vez que paso el control de entrada, escucho a un hombre quejarse porque no le dejan entrar con el bocadillo. El encargado de seguridad le dice que no es posible, el hombre responde que cómo no va a ser posible entrar en el estadio con un bocadillo, que es él y su bocadillo y que no piensa echarse atrás. El encargado le hace una señal a otro encargado de más rango para que avisen al que está por encima de los dos para solucionar el tema. No sé si en su jerga habrá un código para el caso de aficionado madridista empecinado en entrar con su bocadillo en el campo.
Debería haberme girado para ver si el bocadillo despertaba más sospechas que la entrada de un hombre con el estuche de un violín en la cena de un mafioso en un restaurante italiano. Pero me detiene cierto pudor y el hecho de que tengo que orientarme en mi nueva ubicación del fondo norte, tan alejada de mis raíces del fondo sur. No nos cuesta nada dar con los asientos que nos han asignado temporalmente. La vista es peor: me siento como un mejillón observando el mundo a través de una concha medio abierta. Más que espectador, me convierto en espía.
Solo vemos el campo y parte de la zona baja del estadio. La ingeniería del siglo XXI está sobre nuestras cabezas, oculta, y lo que se nos ofrece son amplias zonas cubiertas por lonas azules, como si fueran invernaderos de Almería. Lo que haya dentro no lo sé, pero debe ser algo de valor porque durante todo el partido hay vigilantes sentados frente a ellas que no se despistan ni un segundo.
Llego directamente del trabajo, muerto de hambre. Mi hermano se saca del bolsillo un sándwich envuelto en papel de plata y me lo tiende. La frase de dar de comer al hambriento debería tener esta imagen. Es un sándwich de jamón, pero cuando alguien que ha hecho todos los cursos de Le Cordon Bleu te prepara un sándwich de jamón, es posible que el día alcance ese pico desde el que ya solo se pueda descender. Tengo tanta hambre, que más que quitarle el papel (espero que al llegar a este punto ya no estemos en horario infantil), lo desnudo con lujuria. Una lujuria gastronómica, eh, (por si algún chaval anda rondando por este párrafo), pero lujuria, al fin y al cabo.
Normalmente este es el sándwich del descanso, pero no puedo esperar. El sándwich reúne todo lo que le pido a un partido: es sabroso, mezcla bien los sabores, ofrece contrastes, no decae, te empuja a seguir comiendo y, cuando ves que se va a acabar, te provoca esa típica tristeza del sándwich que se va a acabar para la que nosotros no tenemos un término exacto, pero que seguro que alguna lengua menos pasional (ya dice Vargas Llosa en su ensayo Las ficciones de Borges que el español es un idioma conceptualmente impreciso, pero de una formidable expresividad emocional) sí posee y que me gustaría conocer.
Cuando estoy a punto de terminar el sándwich, un encargado de seguridad se me acerca y me trata de usted. Si se dirigen a ti de usted o tienes mucho dinero o te va a caer una sanción. Como repasando lo que llevo en la cartera la primera no es una opción, me preparo para lo que pueda venir:
—No puede quitarse la mascarilla.
En mi improvisada defensa alego que en cuanto termine de comer me pondré la mascarilla. Algo que se permite en el cine con las palomitas sin que venga nadie a recordarte las reglas.
—Es que está prohibido comer.
Si me hubiera dicho que a partir de ahora, para evitar el estrés de los pájaros, debemos celebrar los goles con un mensaje por Twitter en vez de gritar como si quisiéramos que nuestro médico pudiera vernos las amígdalas desde su casa, me habría sorprendido menos. Pero vamos a ver. Pero vamos a ver. ¿Cómo que no puedo comerme un sándwich? Si hay partidos que sólo me los salva el sándwich. ¿Y qué pasa con las pipas de los piperos? ¿Y con el chicle de Ancelotti? ¿Se puede masticar chicle, pero yo no puedo acabar este sándwich al que solo le faltaba el mordisco final, como el golpe definitivo con el que da por terminado el concierto el batería?
Envuelvo mi último bocado con cuidado y me lo guardo en el bolsillo. No he desobedecido hasta ahora y me parece algo tarde para empezar a hacerlo, aunque haya autores noruegos desovillando temas como éste.
El partido me devuelve al fútbol de antes de la pandemia. No es que hayamos salido más fuertes, es que no nos hemos movido de donde estábamos antes. Un equipo ataca y el otro se defiende con estrategias eficaces como un botijo: el portero rival da tantos pasos atrás cuando va a sacar que por un momento miro a la portería contraria por si apareciera caminando de espaldas con un par de visados marcados en la frente.
Lo intentamos y lo intentamos, pero no hay manera. El equipo contrario es como esos forajidos que prefieren encerrarse ellos mismos en el calabozo sabiendo que ahí están más seguros. Para evitar que alguien como Vinicius con sus escapadas o Marcelo con sus pases abran la puerta, se tragan la llave sin dejar de mirar el reloj.
Es el partido, en fin, que pedía esa lima que venía escondida en el bocadillo que no dejaron pasar.