Claro que es importante estar en el Mundial. Mucho. Más que para el fútbol español, que también, para la autoestima del país. Lo sé. Hay asuntos más relevantes y de mayor influencia en la vida de los ciudadanos —no es cuestión de enumerarlos porque no es noche para deprimirse—, pero el ánimo, incluso la esperanza, dependen de cosas tan frívolas como un gol o una corazonada. No hay más que observar lo que sucedió en el estadio de La Cartuja. Hacía mucho tiempo que la afición, ese concepto tan etéreo, no transmitía semejante entusiasmo. En las gradas había una felicidad desbordante que podríamos denominar pre-pandémica. No está de más recordar que antes éramos así.
El fenómeno es digno de estudio. En el breve plazo de cinco meses, el tiempo que va desde la Eurocopa al momento actual, la Selección que no enamoraba (cuesta enamorarse de un desconocido y más aún de media docena) se ha ganado el aprecio de la gente. Y lo ha hecho sin ganar un título y con una brillantez racheada, asumido por todos que el equipo está en proceso de formación. Lo único indudable es que la Selección sabe competir. Los hechos son concluyentes: semifinalista de la Euro, finalista de la Nations League y clasificada para el Mundial de Qatar.
Sin embargo, no creo que haya sido el éxito, o su proximidad, lo que ha cautivado a los aficionados. Creo que es la combinación de personajes, algunos todavía irreconocibles si pasaran a nuestro lado. A estas alturas hemos aceptado la aspereza de Luis Enrique como asumimos el mal carácter de amigos o familiares que tienen buen fondo y peor superficie. A su alrededor —y por su voluntad— se ha compuesto un grupo que transmite buenas vibraciones, una singular mezcla de veteranos y adolescentes. Puestos a reseñar fenómenos fulminantes, habrá que consignar también la fabulosa eclosión de Gavi, 17 años, aclamado por el público de La Cartuja en su cuarto partido con la Selección. Él es quien mejor define la era Luis Enrique, su personalismo, su estilo poco convencional. Lo que parece una extravagancia termina por cobrar sentido. Al menos de momento.
Y si recalco el “de momento” es porque el equipo sigue pasando cerca de las espadas, aunque salga de las batallas sin un rasguño. No olvidemos que Suecia llevó el partido a su terreno y a su pizarra. España dominó 80 minutos sin crear apenas ocasiones, con los suecos confiados a un golpe de suerte o a una contra improbable: fluyen en defensa pero no en ataque (por fortuna). La Selección, la nuestra, pudo haberse puesto nerviosa. Era la hora para hacerlo. Pero a cambio marcó el gol de la sentencia. Olmo chutó al larguero (desvió el portero) y Morata remató con la tranquilidad del que se imagina en fuera de juego; no lo estaba.
Lo siguiente fue escuchar por la megafonía Mi gran noche mientras la gente le hacía coros a Raphael y Luis Enrique daba saltos. Para eso vale un Mundial, antes incluso de jugarlo. Para soñar con el buen mes que nos espera dentro de un año (noviembre-diciembre, les recuerdo), para imaginar que entonces, por algún sortilegio inexplicable, estaremos todavía mejor que ahora.