Querido P.:
Era 2014 y nos entrenaba Ancelotti. El Madrid venía de sacudirse doce años de obsesiones gracias a la reciente consecución de la Décima y, de repente, con el inicio del curso escolar rompió a jugar de manera excepcional. Si no pareciera un alarde desmesurado se podría decir que la racha de veintidós victorias consecutivas, récord de la historia del club, fue incluso lo de menos. Ese reguero de trequartistas que poblaba el mediocampo blanco y que hilvanaba combinaciones hasta llevar el balón al mazo de Madeira con guante de seda del Ródano constituía un extraordinario disfrute. Desde el Basilea hasta el equipo del Papa, pasando por el Liverpool o el Barcelona, todos hincaron la rodilla, sometidos. Con la guinda final de la proclamación del Madrid como campeón del mundo en Marruecos. Como sucede con todos los instantes felices, en el momento uno nunca lo sabe, siempre es necesario que transcurra el tiempo, pero para los madridistas millennials quizá fue el mejor otoño de nuestras vidas.
A menudo me adviertes, sin duda con ánimo protector, de que la fatalidad se esconde en cada esquina y, según nos enseñó Nassim Nicholas Taleb, la sucesión de días apacibles no garantiza que las cosas no puedan torcerse de forma imprevista. He ahí el cristalino ejemplo del pavo, acostumbrado a que el granjero lo alimente cada jornada, que peca fatalmente de exceso de confianza cuando de nuevo lo ve aparecer, tan alegre como de costumbre, la mañana de Nochebuena. Algunos aprendimos una cruel lección similar en aquel final de una temporada que prometía magnífica. Con la entrada del 2015, aquel Madrid de Ancelotti fue acusando el exceso de minutos de sus jugadores fundamentales, las lesiones y el cansancio hicieron mella y, pese a los encomiables esfuerzos por llegar a la orilla, se acabaron entregando todos los títulos en bandeja al Barça. Semejantes experiencias dejan secuelas inevitables: curten el ánimo hasta el punto de no permitirte contemplar un partido del todo tranquilo hasta el pitido final, a pesar del cinco a cero en el marcador.
Hay una frase muy manoseada del 18 de brumario de Luis Bonaparte de Marx, según la cual la historia se repite dos veces: la primera como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa. Pese a que muchos futbolistas continúan siete años más tarde –—quizá precisamente por ello, el DNI no suele perdonar—, la segunda etapa de Ancelotti en el banquillo blanco no ha presentado, de momento, la brillantez de su primer periplo. Sin embargo, la tendencia al uso continuado y sin apenas refresco de los titulares sí permanece inalterable en su libreto, lo que provoca que nuestras cejas se eleven, inquietas, aún por encima de la suya. Soy consciente de que resulta ridículo pretender enmendarle la plana a un entrenador con tanta experiencia, y es de esperar que la preparación física esté calculada al milímetro, pero el hincha tiene un componente supersticioso y escéptico difícil de aplacar. Cada vez que Modric apura los noventa minutos sobre el césped hay una sensación rara en el ambiente, como las de esas noches en las que uno no consigue conciliar del todo el sueño sin que haya una catástrofe palpable o una cena con ajos que lo termine de justificar.
Desde el punto de vista estético, considero imposible detestar a Ancelotti en su papel de técnico del Real Madrid. Su elegante carisma de bon vivant. Su carácter flemático y discreto. Su mano izquierda, no exenta de ironía. Aunque reconozco que la paz y el respeto que nos inspira nos hacen pasar por alto cierto conservadurismo innegable y sus posibles errores en la dirección de campo de partidos concretos. Pero ni siquiera Ancelotti podría soportar un segundo despeñamiento del equipo sin que esto tenga consecuencias en la impronta que ha dejado en nuestros corazones. Conviene que el italiano lo tenga presente ante la llegada de una de las etapas más comprometidas del año, con una sucesión terrible de desafíos consecutivos. Al fin y al cabo, otra frase de Marx hace referencia a que lo sólido se desvanece en el aire. Y qué duda cabe que el Madrid de esta temporada todavía está lejos de cuajar.
Saludos afectuosos.
P.