En el gol de Alaba está lo mejor del Madrid. Robó en la frontal del área por ser voraz, siguió la jugada igual de hambriento y en última instancia disparó como sólo puede hacerlo un zurdo. En ese gol se concentra también lo peor del Barcelona. Pecó en la pérdida, se equivocó en el repliegue y se desmadejó en líneas generales. El primer nombre propio es Alaba porque su bala es la que atravesó el corazón del finado. Sin embargo, fue Vinicius quien ejerció de torturador. La primera mitad del brasileño fue primorosa, y lo afirma quien sigue teniendo dudas sobre su consistencia. Antes sólo era un chico optimista, más insistente que efectivo; esta vez se comportó como un futbolista superior. Y no me refiero solo a su capacidad para la carrera y abordaje, sino a su lectura del juego, su peor defecto. En el Camp Nou sacó adelante lo complicado y lo sencillo. Es como si hubiera aprendido a frenar.
El equipo le correspondió inclinando el juego a su banda, ya fuera para avanzar tocando o para buscar sus desmarques a la espalda de Mingueza. En cada caso, Vinicius sembró el pánico. El Madrid recuperó así el aliento que le faltó en los primeros minutos, cuando la presión del Barcelona le complicó la existencia. Aunque no tardamos en descubrir que no había nada detrás de esa presión. En su intento de maniatar a Modric, Koeman anuló a De Jong. En su afán por defender, desgastó a Gavi. Aquello no era un sistema, era un contrasistema. Y tampoco funcionó.
Sabemos que el Madrid se agiganta cuando coinciden las inspiraciones de Casemiro, Modric, Kroos y Benzema. Pues se sumaron Alaba y Vinicius. Y Militao. No diré que fue un dominio aplastante, pero sí fue un control contundente. El Barcelona carece de imaginación para atacar una defensa posicionada. Y de paciencia. El equipo se harta y recurre a los balones bombeados al área, como si tuviera un delantero centro cabeceador o como si aquello bastara para justificarse, lo intentamos, no pudo ser.
El Madrid, entretanto, mostró evoluciones en el juego, especialmente en la salida al contragolpe. Hay una ligereza en los despliegues que nos habla tan bien de los jugadores como del entrenador. Hay un balanceo entre el juego largo y corto que multiplica los recursos ofensivos. Igual de importante, si no más, es la solidaridad en el esfuerzo y la complicidad emocional; da la sensación de que todos se llevan bien.
Lucas, negado casi toda la tarde, marcó el segundo al comerse la merienda de Eric García, el central bondadoso. Luego, cuando ya no importaba, acortó distancias al Kun. Ese gol sirvió, al menos, para demostrar la importancia de un jugador con instinto.
El resumen es sencillo. En ocasiones, no tantas, ocurre lo razonable, que el mejor gana. En el fútbol la cosa no es tan frecuente y menos todavía en los llamados Clásicos (nomenclatura que no es en absoluto clásica). En este tipo de partidos quien llega peor suele salir mejor y recalco el suele, porque en el fútbol hay pocas leyes irrefutables. Que el Barcelona no se beneficiara de esa tendencia indica que la crisis es profunda, quizá abisal. Si la motivación de tener al Real Madrid delante no fue suficiente es porque el problema del equipo no es motivacional, sino estructural. O transversal (palabra de moda). O incluso orgánico (otra palabra que triunfa). Tal y como le diagnosticamos al Madrid post-Cristiano, el Barça post-Messi sufre el síndrome del miembro amputado, que consiste en imaginar que con el brazo perdido se pueden dar todavía puñetazos. El asunto no debería sorprendernos tanto: el socavón dejado por Messi tenía que ser necesariamente grande. Carecería de sentido que el Barcelona se hubiera recompuesto tres meses después de su salida y de una debacle institucional sin precedentes. Lo que habría que corregir, asumido lo que falta, es el espíritu del grupo. El equipo tiene la cara de Koeman y debería tener la de Ansu. O quizá la del Kun.