No casan bien la razón y el sentimiento (salvo para emocionarse con un buen plato de croquetas del puchero racionalmente elaboradas: ahí no existe debate posible).
Excepciones culinarias aparte, nuestras pulsiones internas chocan con nuestro cartesianismo aprendido y en pocos campos se aprecia este divorcio con mayor claridad que en el deporte. Nos hacemos de un equipo por motivos misteriosos y es un enlace que dura hasta la muerte, cual si fuéramos pingüinos monógamos. Intente usted racionalizar ese sinsentido. O mejor, ni lo intente. Es un esfuerzo baldío.
Abrazamos una camiseta, un color, unos cánticos y creamos una vinculación tal que no concebimos que los protagonistas de la historia, los que tienen la suerte de portar ese uniforme en el césped, no sientan algo similar. Por eso molestó tanto a buena parte de la afición la salida de un grupo de jugadores tras la derrota en Vallecas el pasado domingo.
A este vector sentimental yo añadiría un elemento lógico: si eres jugador de Cervera, no hagas el idiota porque no te lo va a perdonar. Que el míster guineano privilegia el orden, la disciplina y la entrega sobre cualquier otra cosa lo sabe ya cualquier aficionado medio y que sus pupilos lo ignorasen demuestra o bien un despiste galáctico o bien una rebeldía adolescente un tanto desubicada.
El caso es que el choque que enfrentó esta tarde a Cádiz y Valencia en el Nuevo Mirandilla perdió buena parte de su sentido deportivo para dejar paso al flanco punitivo: todos los discotequeros fueron apartados de la convocatoria. Antes honra sin puntos que puntos sin honra pudo pensar nuestro míster, a fin de cuentas, descendiente del Almirante Cervera.
Con todo y con eso, el Cádiz presentó un once competitivo y durante los primeros cuarenta y cinco minutos el encuentro fue igualado. El Valencia manejaba mucho mejor la pelota (¡vaya sorpresa!) pero los locales se defendían con orden e intensidad. Tras unos primeros minutos en los que Nuno Guedes supo encontrar huecos entre las líneas, los gaditanos fueron ajustando la presión y el partido se fue cerrando como una almeja. Cillesen y Ledesma podrían haberse intercambiado mensajes de whatsap sin mayores problemas.
En el descanso algunos espectadores hambrientos volvían la vista al palco donde seguramente habría abundante trasiego de canapés. Una suerte que el virus sepa qué zonas tiene que evitar.
La segunda mitad comenzó como un partido de fútbol y se convirtió en una vendetta de viento. Nada más saltar al campo, Daniel Wass protagonizó dos jugadas idénticas: sus dos obuses lejanos fueron desviados a córner por Ledesma. No parecía un buen augurio y, en efecto, no lo fue. El Valencia salió decididamente por el partido y al Cádiz le faltaban manos para tapar tantas vías de agua. Los atacantes blancos superaban las líneas amarillas con facilidad pasmosa y las ocasiones se sucedieron. Solo la gran actuación de Ledesma evitó el gol levantino. Por el contrario, el Cádiz no era capaz no ya de crear peligro sino de ni siquiera conectar tres pases consecutivos. Si nuestra inoperancia con el balón es bien conocida, hoy alcanzó niveles chocantes.
Y esta podría haber sido la crónica de un vulgar empate a cero si no hubiera sido por un hecho sustancial: en el minuto sesenta Bordalás dio entrada a Diakhaby y las gradas del Nuevo Mirandilla reventaron en una estruendosa pitada. El técnico reaccionó mandando callar a los espectadores y los decibelios alcanzaron el infinito. Empecé esta crónica hablando de lo emocional frente a lo racional y tengo la impresión de que todo el incidente fue un magnífico ejemplo de ello.
Sobre el verde, lo ya narrado. El Cádiz era un náufrago que braceaba desesperado por alcanzar la orilla del empate. El Valencia seguía martilleando el área contraria, pero le faltaba tino. La lesión de Fali (realmente un titán toda la tarde) llevó la inquietud al respetable, pero Cala —“el otro”— mantuvo el tono y los locales sumaron un nuevo punto, fecundo botín para sus méritos.
En la rueda de prensa posterior Cervera declaró que el equipo estuvo sensacional. Creo que pecó de hiperbólico, pero le puedo entender: sentó un principio de autoridad prescindiendo de jugadores muy importantes y los que compitieron no le defraudaron en absoluto. El futuro dirá si la inversión valió la pena.
Algo irracional me susurra que sí.