Hace unos años, USA Today situó a John Fitzgerald Kennedy en el quinto lugar de su lista de presidentes más atléticos de la historia de Estados Unidos. No es una mala posición (Barack Obama y su swing, por ejemplo, no pasaron del octavo puesto) para una persona que recibió la extremaunción hasta en cuatro ocasiones diferentes. No en vano, el historial de problemas médicos y enfermedades del 35º presidente de Estados Unidos, que en su infancia se aficionó a la lectura debido al largo y tedioso tiempo que tenía que pasarse convaleciente en la cama, puede formar fácilmente un vademécum de varios tomos. A los dos años estuvo a punto de morir por la escarlatina. Más tarde, sufrió el sarampión y la malaria. Cuando tenía 14 años le extirparon el apéndice. Con 17 años pasó un mes en la Clínica Mayo debido a una colitis. En su adolescencia comenzó a tener problemas en la zona lumbar que le obligaron con el paso del tiempo a dormir sobre una tabla de madera, darse baños calientes y utilizar corsé o muletas. Estudiando en el London School of Economics tuvo un ataque de ictericia. Después fue ingresado por una presunta leucemia. Sufrió terribles dolores de estómago, hipotiroidismo, osteoporosis, úlceras e infecciones urinarias. Y su mal de Addison (aquel síndrome poliendocrino autoinmune tipo 2 que le hacía tener fatiga, náuseas, vómitos, dolor abdominal, presión arterial alta, hipoglucemia, migrañas y pérdida de peso y de musculatura) hizo que casi pasara a mejor vida cuando estaba recuperándose de una delicada operación en su dolorida columna vertebral. Al menos, tras salir del coma, JFK aprovechó esa última convalecencia para escribir Perfiles de coraje, el libro sobre ocho senadores estadounidenses que le llevó a ganar el Premio Pulitzer en la categoría de Biografía en el año 1957. Habrá que suponer que lo hizo en los tiempos libres con los que contaba entre sus ocho dosis diarias de sedantes y calmantes, las pastillas de anfetaminas o las inyecciones de cortisona y testosterona que recibió durante años. Los analgésicos, los antiespasmódicos, los antibióticos, los antihistamínicos o los antipsicóticos también formaban parte de la dieta diaria de fármacos (y la vitamina C, los corticoides, las hormonas tiroideas, los antieméticos o los fármacos para sus problemas gastrointestinales) de una persona tremendamente limitada físicamente que ni siquiera podía ponerse él solo los zapatos debido al sufrimiento de su espalda.
Y que, a pesar de ello, en realidad sí que fue un notable deportista.
Para entender esa posible contradicción hay que recurrir al origen de todo: su familia y, más especialmente, las ambiciones de Joseph P. Kennedy y Rose Fitzgerald, patriarca y matriarca de la Familia Real de América. La eterna Jackie, enigmática y poliédrica, lo describió mejor que nadie con una sencilla frase pronunciada, según cuentan, en el jardín de la casa familiar del clan: “No pienso ser un chicazo que se sube a los árboles y grita: ¡Vamos a ganar!”. Así, en efecto, eran los Kennedy: un grupo de hermanos, nueve en total, que competían siempre entre sí porque habían sido educados por sus padres para ser los mejores en todo, para ser siempre los primeros. Incluso, como recordaba Jackie, los primeros en subirse a los árboles, pero también los primeros en cualquier deporte. Los Kennedy eran, de hecho, devotos de las actividades atléticas, desde el tenis a la natación, desde el esquí acuático a los deportes de invierno, desde la vela al football, un deporte, este último, al que todos, incluidas las mujeres y los niños, jugaban en su modalidad de touch.
En concreto, a John Fitzgerald Kennedy muchas veces se le ha definido como un entusiasta aficionado a los deportes y como un enérgico participante de los juegos familiares pese a sus recurrentes enfermedades. De nuevo, una y otra vez, la familia aparece como factor determinante para comprender esta definición: el gran deportista del clan Kennedy fue su hermano mayor Joe, que destacó notablemente jugando al football en el prestigioso colegio privado Choate Rosemary Hall, situado en Connecticut. Su temprana muerte a la edad de 29 años en la Segunda Guerra Mundial obligó al padre de ambos a cambiar su plan inicial (cumplir su sueño inacabado de llegar a ser presidente de Estados Unidos a través de su hijo mayor, ya que él no había podido serlo debido a su controvertido paso como embajador por el Reino Unido y a sus filias nazis) y situar a JFK como el heredero natural de Joe, si bien el pequeño Jack llevaba tiempo siguiendo los pasos de su hermano mayor. Con 10 años ya jugaba, por ejemplo, al football en el Dexter School de Brookline (Massachusetts) y en su época en el Choate Rosemary Hall fue left end y tackle en el equipo junior. Al llegar a la Universidad de Harvard, John Fitzgerald Kennedy jugó al football en los Harvard Crimson (en su caso, en el Junior Varsity) para cumplir con una tradición familiar: los cuatro hermanos varones de los Kennedy militaron en los equipos de football de esa prestigiosa universidad. Sin embargo, el football nunca fue el deporte preferido de Kennedy. Porque él, que llegó hasta a probar con el boxeo durante su estancia en Harvard, siempre fue especialmente fan de los deportes acuáticos.
De hecho, la natación es, junto con la vela y el golf, el deporte en el que más sobresalió y el que, además, le sirvió para convertirse en un héroe condecorado con la Medalla de la Marina y del Cuerpo de Marines: gracias a sus dotes como nadador, Kennedy pudo salvar a 10 compañeros tras el hundimiento del patrullero militar PT-109 ante el destructor japonés Amagiri en las Islas Salomón en 1943 durante la Segunda Guerra Mundial. Antes de eso, en su etapa estudiantil, JFK formó parte de los equipos de natación tanto del Choate Rosemary Hall como de Harvard y, ya en su época universitaria, los citados deportes de la vela y del golf se convirtieron en los que más éxitos le reportaron en su faceta de atleta. En la disciplina de vela, Jack formó parte del equipo de Harvard que ganó el Eastern Collegiate Championship, además de alzarse también con el triunfo en la competición individual. En el golf, representó a Harvard en el importante duelo lleno de rivalidad contra Yale. Dicen que Kennedy poseía un natural y agraciado swing y, de hecho, el 35º presidente de Estados Unidos llegó a ser considerado por los golfistas profesionales estadounidenses como el presidente norteamericano que mejor jugaba al golf. Sea acertada o no tal consideración, lo que sí que es innegable es que John Fitzgerald Kennedy siguió jugando al golf tanto en su época de senador como de máximo mandatario de USA, ya fuera en los campos del Hyannis Golf Club (Massachusets) y del Palm Beach Golf Club (Florida) o en el Burning Tree Club y el Chevy Chase Club, estos dos últimos situados en Maryland, junto a Washington DC.
En cualquier caso, si hay un deporte que asociar indisolublemente al carismático expresidente de Estados Unidos (y a toda su familia) ese deporte sin duda es la vela. Si alguna vez tienen la oportunidad de visitar la John F. Kennedy Presidential Library and Museum, situada a la orilla del agua que baña la Bahía de Massachusets a su paso por el sur de Boston, pronto se darán cuenta de que ese deporte era el preferido de JFK. Incluso no tienen ni siquiera que entrar dentro de ese edificio geométrico y de cristal diseñado por el arquitecto Ieoh Ming Pei: desde mayo hasta octubre de cada año, Victura, la balandra de 16 pies que Kennedy recibió en su 15º cumpleaños como regalo de sus padres, reposa sobre la hierba adyacente al museo. Ya en el interior, las fotografías y recuerdos relacionados con las largas jornadas de vela de Jack con su familia y amigos en el Cape Cod o en el Nantucket Sound son incontables. Aunque a lo largo de su historia, la John F. Kennedy Presidential Library and Museum también ha tenido espacio en sus exhibiciones fijas y temporales para otros artículos procedentes del mundo del deporte: un balón firmado por el equipo de la Navy del año 1962 (con, entre otras, la firma del entrenador asistente Steve Belichick, el padre de Bill Belichick, el actual entrenador de los Patriots), los palos y la bolsa que utilizaba Kennedy para jugar al golf o, sobre todo, los pases VIP de la Liga Americana y de la Liga Nacional de béisbol para el presidente y la pelota firmada de béisbol que JFK lanzó en el partido de opening day de 1962 entre Washington Senators y Detroit Tigers. Porque el béisbol es el único deporte que se puede situar a la altura de la vela en la familia Kennedy.
Y es que John Fitzgerald Kennedy disfrutaba con su familia y amigos jugando al tenis (también le encantaba verlo), al touch football o al softball, pero sobre todo era especialmente feliz cuando podía estar presente en un partido de béisbol. Al igual que su hermano pequeño Ted, Jack era un apasionado aficionado de los Boston Red Sox. Esa pasión, en realidad, estaba impregnada en sus genes: su padre escribió sobre béisbol en su época en la Universidad de Harvard y John F. Fitzgerald, el abuelo materno de JFK, fue el líder de los Royal Rooters, un grupo de aficionados de los citados Red Sox y de los Boston Braves. Años más tarde, el 20 de abril de 1912, aquel fanático de los equipos de béisbol bostonianos llamado John F. Fitzgerald se convirtió, ya como alcalde de Boston, en el encargado de realizar el lanzamiento inaugural de Fenway Park, el campo de béisbol más antiguo de Estados Unidos. Una suerte, la de hacer el lanzamiento inaugural en un partido de béisbol, que su nieto, ya como presidente estadounidense, pudo disfrutar hasta en tres ocasiones: el 10 de abril de 1961 en el Griffith Stadium de Washington en el opening day de la temporada de béisbol entre los Washington Senators y los Chicago White Sox, el 9 de abril de 1962 también en el Griffith Stadium en el opening day de la temporada entre los Senators y los Detroit Tigers y el 8 de abril de 1963 en el mismo recinto que en los dos años anteriores en el opening day de la temporada entre los Senators y los Baltimore Orioles.
No en vano, sus pocos más de mil días como 35º presidente de Estados Unidos permitieron a John Fitzgerald Kennedy disfrutar en primera persona de importantes eventos del deporte estadounidense, como el tradicional duelo de football universitario entre la Army y la Navy. El 2 de diciembre de 1961, JFK fue el encargado de tirar al aire la moneda del sorteo inicial en el encuentro disputado en el extinto Philadelphia Municipal Stadium. Un año después, el 1 de diciembre de 1962, Kennedy fue de nuevo el encargado de tirar al aire la moneda del sorteo inicial del siguiente Army-Navy disputado en el mismo recinto, un Philadelphia Municipal Stadium que, apenas unos años después, en 1964, cambió de nombre tras el asesinato de Dallas y pasó a llamarse John F. Kennedy Stadium hasta su demolición en 1992 para dejar lugar al Wells Fargo Center, el hogar actual de los 76ers y de los Flyers. También en 1962, pero el 9 de septiembre, John Fitzgerald Kennedy, acompañado de su mujer Jackie, estuvo presente, en su calidad de máximo mandatario estadounidense, en otro evento deportivo de magnitud: la primera de las regatas de la Copa América de vela celebradas ese año en Newport (Rhode Island).
Pero posiblemente no fue la práctica o el disfrute de ningún deporte el que aupó a Kennedy al quinto puesto de la citada lista de USA Today, el que le convirtió, pese a ser un niño enfermizo y un adulto con muletas y corsé, en ese joven candidato atlético a presidente que estaba llamado a inaugurar una nueva época mundial, a convertir al Estados Unidos con olor a naftalina de su contrincante Richard Nixon en el nuevo y elegante Camelot con música de Pau Casals y textos de André Malraux. Fue, simplemente, como casi siempre en su figura, su carisma, su retórica, las palabras con las que animaba a sus compatriotas a tomarse la salud física en serio. Para él, el deporte era un “esfuerzo asociado” a la consecución de la New Frontier, aquella nueva era que él prometió alcanzar en su discurso de aceptación de candidato a presidente tras la Convención Nacional del Partido Demócrata en el Memorial Coliseum de Los Ángeles (otro guiño más al deporte). “Estamos hoy al borde de una Nueva Frontera: la frontera de la década de 1960, la frontera de oportunidades y peligros desconocidos, la frontera de esperanzas sin rellenar y de amenazas sin rellenar. Más allá de esa frontera están las áreas desconocidas de la ciencia y el espacio, los problemas no resueltos de la paz y la guerra, los problemas no conquistados de la ignorancia y los prejuicios, las preguntas no respondidas de la pobreza y el superávit”, dijo en ese recordado discurso del mes de julio de 1960. Unos meses más tarde, el 26 de diciembre de ese mismo año, JFK especificó todavía más su filosofía alrededor de la práctica deportiva en The soft american, su famoso artículo en la revista Sports Illustrated. “El duro hecho de todo esto es que se está incrementando el gran número de jóvenes estadounidenses que están descuidando sus cuerpos –su salud física no es como debería ser–, que cada vez se están haciendo más fofos. Y tanta blandura en una parte de nuestros ciudadanos individuales puede ayudar a destruir y despojar la vitalidad de una nación”, analizó. Y sentenció: “Nosotros nos enfrentamos a la Unión Soviética como un poderoso e implacable adversario determinado a mostrarle al mundo que sólo el sistema comunista posee el vigor y la determinación necesarias para satisfacer las aspiraciones para el progreso y la eliminación de la pobreza y el deseo. Aceptar el desafío de este enemigo requerirá determinación, voluntad y esfuerzo por parte de todos los estadounidenses. Sólo si nuestros ciudadanos son físicamente saludables serán totalmente capaces de lograrlo”.
A fin de cuentas, ese par de frases aparecidas en The soft american no son más que dos buenos ejemplos paradigmáticos de la filosofía existencial que Joseph P. y Rose transmitieron a sus vástagos. Los Kennedy, un clan familiar que siempre quiso ganar, que siempre quiso ser el primero en todo. Hasta a la hora de subirse a los árboles, tal y como nos contó Jackie, la icónica mujer de esa leyenda imperecedera de nuestro tiempo que es JFK. Un hombre capaz de ser considerado un excelente deportista a pesar de que un dolor insoportable en la espalda le impedía ponerse él solo sus propios zapatos.
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