¿Es caro ser del Madrid? La respuesta es terminante: depende. En la hoja con las cuotas del euroabono que llega a casa el estadio aparece troceado en precios diferentes, como si se tratara de los distintos cortes de una vaca. Aquí la cadera, aquí la tapa, aquí la falda, aquí el lomo.
El rango de precios va de los 336 €, en el 4º anfiteatro del fondo, a los 2.127 en la tribuna lateral. Si tienes buena vista, puedes considerar la opción del anfiteatro y asistir al fútbol como si te asomaras a un microscopio y observaras a los estafilococos danzando de un lado a otro para marcar un gol o ayudarte a descubrir la penicilina. Si la vista anda floja, no habrá más remedio que estudiar la opción de la tribuna y prescindir de algunos gastos para hacerle un hueco al abono.
El problema es reconocer qué gastos son prescindibles. Si mi vida fuera más lujosa, podría abandonar los viajes en avión para cada estreno en La Scala o dejar de adquirir cada nuevo modelo de móvil, pero el límite de mi lujo lo marcan esas dieciséis croquetas de jamón que compro en el Mercadona, sin que me tiemble la cartera, para la cena del sábado. No hay mucho donde rascar, salvo en un tema: si en vez de poner cuatro lavadoras a la semana, ponemos dos, puedo financiarme la tribuna lateral y los pinchos antes del partido y los de después. Los números están ahí. Sólo tendría que convencer a la familia de que con esa medida iríamos un poco más sucios, pero así alargaríamos la vida del planeta y mi regreso al Bernabéu sería a lo grande.
Durante unos días, es el único tema en el que pienso. Afortunadamente, muy poca gente se da cuenta de mi falta de interés por el mundo exterior. Sé que hay un volcán, sé que habrá aparecido otro motivo por el que le tendré que pedir perdón a alguien a quien no conozco, sé que mi edad de jubilación se retrasará hasta los setenta y cinco, sé que en la calle Tamayo y Baus están de obras. Poco más. Soy un hombre con una decisión importante que tomar. Solomillo o falda.
Hay una tercera opción, claro, la de ser madridista a distancia, sin gastar nada en cuotas. Ver los partidos con los amigos en el bar y echarse unas risas o apuntarse a una plataforma y seguirlo desde casa. Es una elección comprensible si has nacido en Nueva Zelanda y el destino te compensa por nacer tan lejos de Chamartín haciéndote seguidor del Madrid. Pero si has vivido desde pequeño a diez minutos del Bernabéu, existe cierto apego que hay que mantener. Dejar de ir al campo es cortar el cordón umbilical con ese chaval que fuiste y bastantes tajos da la vida como para que éste te lo pegues tú mismo con la tarjeta de crédito. Vuelvo, pues, al tema del solomillo o la falda.
Pongamos que ni solomillo ni falda. En la tribuna del fondo, la cuota es de 1.210 €. ¿Qué son 1.210 euros? Calculando por encima, a cuatro euros la copa de vino, a seis copas de vino por botella, eso serían unas 50 botellas de vino. Lo que viene a ser una botella de vino por fin de semana. Eso parece mucho más razonable y asequible. ¿Quién no cambiaría esa botella de vino de los sábados por un abono anual en el Bernabéu? Un pequeño sacrificio que tendría su recompensa.
La solución me parece tan sencilla, que decido abrir una botella de vino para brindar por lo fácil que me ha sido dar con ella y por mi decisión de aplicarla. No me abro una cualquiera. Bajo al trastero y subo la botella de La Dueña, quizás la mejor bobal que existe en España. Tan buena, que me he obligado a mantener entre esta botella y yo otros vinos que actúan como barrera para no sucumbir a sus cantos de sirena, audibles desde el lejano trastero. Pero hoy me desato del palo mayor y me tiro por la borda, como un campeón.
Mientras subo en el ascensor con la botella me miro en el espejo. Ser un tipo racional te hace más guapo, solo tengo que mirarme. Siento el agradable calorcillo del orgullo. Donde había un problema, ahora hay una solución. Además, me digo, dejar de beber es bueno, como defiende Daniel Schreiber en su libro La última copa, un ensayo preciso sobre los beneficios de alejarse del alcohol y de ese mundo irreal en el que te sumerges tras la segunda copa, en el que todo parece falsamente más fácil.
La botella en el trastero se mantiene a una temperatura perfecta. Adiós también, me digo, al placer de notar el cristal de la botella levemente frío. Adiós a ese sorprendente milagro físico del sacacorchos que, girando siempre en el mismo sentido, saca el corcho de la botella. Adiós al corcho perfecto, levemente rojizo en uno de sus lados. Adiós a la copa Riedel limpia, perfecta. Adiós, en fin, al sonido del vino al caer en la copa y a su color intenso, que de alguna manera también aviva los colores de tus ideas.
Me voy al salón y me siento en la mesa. Ahí está la hoja con las cuotas, que ahora miro con la suficiencia del que ha rellenado un crucigrama sin echar mano del diccionario. Ya me veo de nuevo en el campo. El viaje en el metro, los puestos de bufandas y pipas iluminados las noches de Copa de Europa, el murmullo rodeando el estadio como un conjuro, el césped siempre de estreno, los saludos con los vecinos.
Todo está perfectamente cuadrado. Como en las cuentas anuales de un auditor de KPMG: nada sobra, nada falta. Huelo el vino, lo pruebo. Y con ese primer sorbo, todo mi edificio racional se viene abajo. ¿Pero qué tontería es esa de las cincuenta botellas? ¿Y esas cuentas? La partida de los sábados no se puede tocar. ¿Pero cómo vamos a vivir sin un vino como éste?
Voy por el pasillo de casa. Llamo a las puertas y cuando me dan permiso, me asomo.
—A partir de ahora, solo dos lavadoras a la semana.
Cuando se quejan, cierro cualquier discusión con un ¡Hala Madrid! al que responden desde el otro lado del patio.