Las advertencias no bastan. A pesar de que considerar al Estadio de la Paz y la Amistad como el pabellón de las dos mentiras constituye una broma recurrente para los amantes del baloncesto europeo, cada visita siempre nos acaba volviendo a sorprender. Da igual que las gradas se hallen limitadas por las restricciones coronavíricas; al margen del mayor o menor volumen de ruido, al final la fiereza del infierno griego reside, por encima de pintoresquismos, en el parqué.
A esa pista salió el Madrid con la misma concentración con la que ha comenzado la temporada, sabedor de que su reconstrucción vendrá desde la superioridad defensiva. Con esa actitud, el primer cuarto transcurrió a trompicones, con las posesiones de ambos equipos escasas de fluidez y dejando un electrónico de guarismos raquíticos: 13-10 tras los diez minutos iniciales y ni un solo acierto en los catorce tiros de tres que probaron griegos y españoles. La estadística en el lanzamiento triple, por cierto, fue la principal causa de la posterior derrota blanca: más allá de que anotando solo tres de veinticuatro intentos resulta prácticamente imposible ganar un partido en la Euroliga, la ausencia de un escolta al que se le caigan los puntos de las manos convierte en redundantes los perfiles de unos cuantos jugadores excepcionales en defensa, como Hanga, Taylor, Abalde o el Rudy actual, a los que se les pide algo más en ataque. No hay que alarmarse en exceso, la plantilla merengue es mucho más compensada que la del año pasado, pero precisamente por esto sería una pena que no se ajustase un retoque tan importante. Quizá ni siquiera haga falta ir al mercado, y baste con visitar cierto rancho de Utah.
Una vez comprobó que la sangría del triple iba a ser mayor de lo ya habitual, Laso volvió a encomendarse al cemento de las dos torres, verdadero elemento decisivo al que aferrarse en los instantes de zozobra. Algunas acciones aisladas de Printezis o Sloukas percutieron en la pintura madridista, pero la intimidación de Poirier y Tavares terminó obteniendo sus frutos. En ataque surgió la enigmática figura de Williams-Goss, jugador de mecánica heterodoxa y timidez recurrente que poco a poco empieza a asumir cierto protagonismo. Su rostro posee rasgos hieráticos, aunque sin la expresión un punto displicente de Randolph: es difícil interpretar si su ensimismamiento busca cometer los menos errores posibles hasta hacerse con el equipo —lo que explicaría por qué hasta ahora dio la sensación de jugar con sordina— o si supone un rasgo principal de su carácter. En cualquier caso, su lectura ayer fue bastante inteligente, penetrando por el centro de la zona y dividiendo la defensa helena siempre que pudo.
Los mejores minutos del Madrid, sin embargo, se vieron contrarrestados por un minuto de excepcional acierto por parte de Vezenkov y Larentzakis, con un parcial de nueve a cero que en un encuentro tan espeso constituyó un auténtico directo al hígado merengue. Perdida toda esperanza en el lanzamiento exterior, Goss intentó surtir de balones a Tavares, al que una maraña de brazos dificultaba hasta el menor de los movimientos. Heurtel no andaba fino y Llull y Alocén permanecieron en el banquillo en una decisión quizá discutible. Pese a todo, a trancas y barrancas hubo una última posibilidad cerca del final, aunque se escurrió por el desagüe al no considerar los colegiados como antideportiva una falta que cortaba un contraataque, que hubiese dado una bola extra valiosa con solo seis abajo.
Las fortalezas y debilidades del undécimo proyecto de Laso son visibles. El hincha madridista puede, más allá de la derrota, permitirse cierta satisfacción: hay más luces que sombras y, sobre todo, una amplia capacidad de crecimiento. Vislumbrar la temporada con una dosis de optimismo no implica forofismo, más bien al contrario. No obstante, conviene no caer tampoco en la autocomplacencia y asumir que hay escenarios que, aunque pregonen la Paz y la Amistad, siempre castigarán los puntos flacos. Habrá que esmerarse en corregirlos.