Querido P.:
Resulta muy difícil escapar de la falacia retrospectiva. Ya nos advirtió aquel genio llamado Oliver Sacks acerca de la afición de nuestra mente a engañarnos, hasta el punto de incluso crear recuerdos falsos que encajen perfectamente en un relato construido a posteriori. A menudo pretendemos una coherencia irreal que elimina nuestras opiniones previas: uno se tira años pensando que Fulano es un inútil y luego, cuando el tiempo demuestra lo contrario, el cerebro se afana en borrar las pruebas y acabamos hasta presumiendo, reconfortados, yo siempre confié en él. En realidad, la neurociencia no hace sino confirmar lo que ya atisbaba la sabiduría popular. Como diríais los taurinos: a toro pasado, todos somos Manolete, y esa circunstancia siempre ha terminado nublando nuestra percepción. Si la honradez intelectual cuesta tanto es porque implica desmontar esas cálidas trampas de la memoria.
Como hay que predicar con el ejemplo, confesaré que mi hipocampo madridista no se muestra ajeno a estas engañifas, y más de lo que me gustaría reconocer. Pero si precisamente hay un muchacho que merece la humilde sinceridad de las disculpas antes que el artero cambio de chaqueta es aquel al que ahora todos sepultan con elogios torrenciales, después de pasarse años haciendo mofa, befa, escarnio y, peor aún, memes. Hablo, por supuesto, de Vinicius de Olivera, alias Vinicius Júnior, alias Vini. Hoy dan ganas de recrearse: luz de mi vida, fuego de mis entrañas, pecado mío, alma mía, Vi-ni-cius, la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, etcétera, etcétera. No sería justo. Incluso los que abrazamos con mayor ardor su explosivo debut en el annus horribilis de Lopetegui y Solari agotamos nuestro optimismo concluyendo que habíamos echado las campanas al vuelo demasiado pronto, y que el chaval sería a lo sumo un buen agitador, si bien bastante lejos de lo apuntado. Sin embargo, con el inicio de esta temporada, miles de cerebros han empezado a borrar las sucias huellas de la pérdida de fe. Me temo que, tras la actuación de Vini en el Camp Nou, las neuronas tendrán que hacer horas extra.
Apoyado paternalmente por los movimientos y combinaciones de Benzema, Vinicius fue el estilete que dañó al Barça una y otra vez, pidiendo el balón con el descaro habitual pero acompañándolo con una mayor inteligencia en sus movimientos. Hasta cuando erró, la jugada que pretendía tenía sentido, algo que no siempre podía garantizar hace unos meses. El pobre Mingueza se desgañitaba para que no lo dejasen con él en el uno contra uno; a pesar de su digno partido y de la solidaridad de sus compañeros, Óscar no pudo evitar salir en la foto en varias acciones, penalti no pitado incluido. Vini tuvo el gol en una que le sacaron en última instancia, mas el fallo no le hizo perderse en viejos fantasmas, esos asuntos del pasado que le persiguen todavía. Supongo que, citando al Julio Iglesias millennial —Antón Álvarez lo entenderá como el halago que merece—, si la historia de Vinicius y el Madrid ha llegado viva hasta aquí, ya no la va a matar una vieja herida.
El resto del Clásico tuvo poca historia más, aunque algunas pinceladas permiten breves reflexiones. Por ejemplo, acerca de si la evidente jerarquía de Alaba está lo suficientemente aprovechada en la posición de central. O si Mendy y sus hechuras de guarda jurado acaso no merecen también su ración de disculpas. O si alguna cámara atinó a enfocar el rostro de Luis Enrique cuando hasta Luquitas Vázquez demostró mayor contundencia que su apuesta filosofal en la Selección. O si la insólita y reciente amistad entre el Madrid y el Barça, de la mano en el proyecto de la Superliga, pudo influir en el subconsciente de los jugadores blancos, que casi evitaron hacer sangre a un rival en caída libre. Hay algo de boutade irónica en esto último, lo reconozco, pero si incido es porque no me gusta esa piedad que mueve a algunos madridistas, presos del impostado señorío, a compadecerse siquiera de boquilla de los males del Barcelona. Uno ve a Piqué desesperado simulando caídas en el área para engañar al árbitro, braceando de manera estrafalaria como si estuviese palmeando globos con su amigo Ibai, y de inmediato recuerda cierto eslogan contra el abandono de las mascotas. No hay que apiadarse jamás: él nunca lo haría.
En cualquier caso, todo lo anterior se convierte en futesas sin importancia frente a la actuación de un Vinicius que, al retratar nuestras contradicciones, honra de manera simultánea a esos otros dos genios heterodoxos que son, cada uno en lo suyo, el autor de Despertares y C. Tangana. “Yo era ateo, pero ahora creo”.
Saludos afectuosos.
P.