Alberto Vázquez-Figueroa cumplió el pasado 11 de octubre los 85 años. Sigue con la mente lúcida y los dedos ágiles, dispuesto a seguir escribiendo, pensando y soñando. Ya ha terminado una novela sobre el volcán de La Palma, una tragedia que le toca de cerca como observador atento y como canario militante. No tiene claro si es su libro 105 o 106. Lo seguro es que habrá más.

Como canario que es, ¿cómo está viviendo lo que sucede con el volcán de La Palma?

—He escrito una novela sobre el asunto. Cuando la escribí, mi mujer me preguntó si no era un poco aprovecharse de la situación, pero los escritores debemos de ser notarios de nuestro tiempo. Cuando vino la explosión del Vesubio, Plinio el joven y Plinio el Viejo estaban viviendo en las faldas del volcán. Plinio el joven cuenta cómo estando él allí vio que su tío se había acostado a dormir la siesta. Entonces su tía le llamó y le dijo: “Mira lo que está ocurriendo, qué cosa tan rara. Ahí viene una nube muy extraña”. Entonces Plinio el Viejo, que era un gran científico, aparte de un buen escritor, se vistió y fue a ver. Cruzó la colina y observó que venía una columna de humo rojizo. Ahí mismo lo mató. Como Plinio el Joven lo contó todo, ese tipo de erupciones se llaman plinianas. Es una historia humanamente muy interesante y para mí la isla de La Palma tiene un especial interés porque pasé allí una luna de miel fabulosa. Iba con mucha frecuencia. Me gustaría dejar constancia de las calamidades que se están sufriendo y de esa desolación que le entra a la gente cuando ve que su casa se la está comiendo un monstruo que viene y que no hay quien lo detenga. Me parece realmente doloroso.

—Es doloroso, pero es necesario contarlo… 

—Claro que es necesario. Hay que contarlo porque hay una cosa que tenemos que tener en cuenta. En este mundo moderno y con la velocidad a la que va todo, dentro de unos meses ni la televisión ni la prensa se acordarán ya de que este volcán ha sido el más peligroso de este siglo, o lo está siendo, siempre quedan los libros para dar fe.

—Alberto, ¿qué número sería este libro?

—Pues el 105 o 106, más o menos, no lo sé, aunque la mitad de ellos más vale olvidarlos.

—No diga usted eso que yo tengo muchos.

—Alguno ha salido digno de ser recordado. Varios se han traducido a todos los idiomas….

—La adaptación al cine de su novela Ébano fue protagonizada por Michael Caine.

—Sí, sí. Se han hecho cuarenta y tantas películas sobre novelas o guiones míos.

—Hay una cosa que me llama la atención de La Palma. A pesar del desastre he escuchado a algunos palmeros decir que ellos siempre han vivido así, con temblores, con humo, bajo la amenaza. ¿Se puede uno acostumbrar a vivir en una isla volcánica?

—El paraíso tiene un precio y hay que pagarlo. Me refiero al hecho de vivir en las Canarias, con su clima maravilloso, con su tierra muy fértil y su gente encantadora. Cada 40 años, más o menos, nos pasan la factura. Yo me acuerdo de la erupción del 46, que es uno de los últimos recuerdos que tengo de mi madre, porque poco después murió. Yo entonces tendría 10 años. Nosotros nos fuimos porque había explotado el Teneguía y nos mudamos a Tacoronte, al norte de Santa Cruz. Desde Tacoronte se veía La Palma y se apreciaban las explosiones por la noche. Aquello era un espectáculo fastuoso, impresionante. Luego, en la del 71, la erupción del volcán Teneguía me cogió también en Lanzarote, aunque yo entonces vivía casi siempre en África y Sudamérica. También fui a verlo, aunque tengo que reconocer que ahora por la televisión se ve mejor. Gracias a que tengo 86 años, o por culpa de eso, he podido vivir tres erupciones en La Palma, debo ser de los pocos canarios.

—Y hablando de escritores canarios y de volcanes… Esta semana sale a la venta un libro sobre la fundación de San Antonio de Texas por 15 familias lanzaroteñas que durante la erupción de 1730 tuvieron que emigrar de la isla.

—Y entonces les ofrecieron terrenos en un sitio que se llamaba Texas y que estaba en América. Pero no les llevaron directamente allí. Primero fueron a Cuba y luego los trasladaron a México. Desde ahí tuvieron que recorrer a pie lo que les faltaba, pasando toda clase de calamidades, luchando contra los indios y los bandidos. Hasta que crearon San Antonio de Texas. Muy poca gente sabe que la ciudad fue fundada por conejeros y tinerfeños. La Plaza de San Antonio se llama Plaza de las Islas Canarias y el famoso fortín, aquel Álamo de las películas y de donde vino la independencia de Texas, era una misión que habían fundado los canarios. La misión de El Álamo.

—Ahora hay debate con el papel de los españoles en América y las estatuas de Colón…

—Bueno, mire, gente bruta siempre hay. Si no hubiera sido por Colón y por los españoles todavía se estarían tirando flechas y aún existiría el canibalismo. Porque hay que recordar que cuando se llegó al Caribe, llamado así porque era la tierra de los caribes, los nativos eran antropófagos que de tanto en tanto se adentraban en otros lugares para llevarse a gente. Los engordaban como si fueran cerdos y se los comían. Y hay que recordar también que en México los aztecas cogían a los miembros de otras tribus y les cortaban la cabeza en lo alto de una pirámide, la tiraban rodando para que la sangre cubriera toda la pirámide y abajo había gente que las capturaba, porque aquello era la diversión, matar gente por matar gente, por ver el espectáculo. Y en eso llegó Hernán Cortés, al que muchas simpatías no le tengo, pero puso fin a eso. ¿Y ahora qué nos vienen a decir? Muchos de ellos eran unos salvajes. Otra gente era muy civilizada, como los incas… pero bueno, esas cosas no se entienden. ¿Preferirían acaso que siguiéramos siendo dos continentes desconocidos? Había que llegar allí… Los vikingos llegaron antes y también hicieron infinidad de barbaridades, lo que pasa es que los vikingos fueron y no volvieron. Los vikingos descubrieron América, pero si tú no vuelves es como si no hubieses hecho nada. En fin, como diría Rafael el Gallo: “Hay gente pa to”.

—Cuando fallece su madre, usted apenas tiene 10 años, pero por motivos políticos los habían desterrado al Sahara. Sus primeros recuerdos de infancia son en el desierto.

—Sí, yo me crié en el desierto. Tuve la mala o buena ocurrencia de nacer en octubre del 36, gracias a Dios porque si nazco unos meses más tarde no hubiera nacido, pues mi padre ya estaba en la cárcel el día que empezó el golpe militar. Ese mismo día, a mi padre y a toda mi familia los cogieron y los metieron en la cárcel. A unos los deportaron a África y otros murieron en la cárcel. Mi abuelo tuvo que huir a México y allí pasó el resto de su vida. Nosotros acabamos en África, primero en Marruecos y luego en el Sahara. Yo me crié en el desierto por culpa del golpe de estado franquista. Pero bueno, si no hubiera ocurrido eso habría ocurrido otra cosa porque el futuro, o sea la vida, está hecha de momentos. En cierta ocasión tuve la mala ocurrencia de hablar con un inspector de Hacienda al que cuando yo no invitaba a las fiestas que daba en Lanzarote. Por allí se pasaban directores de cine como Bernardo Bertolucci, gente de todo el mundo.

—Y Claudia Cardinale…

—Sí, sí, entre otras. Imagine, aquel inspector de Hacienda me cayó encima a la primera que pudo y me amargó la vida. Todavía me la sigue amargando Hacienda. No hay volcán, ni revolución, ni monstruo peor que la Hacienda española. Se lo digo yo que he vivido nueve guerras y las prefiero a enfrentarme con Hacienda. Esos sí que no tienen ni corazón, ni sentimientos, ni nada de nada.

—Criarse en el desierto, en África, lo tuvo  que marcar para siempre. Queda reflejado en Ébano, Marfil, Tuareg. 

—Mire, a la gente, al lector, lo que le gusta de mis novelas es que cuando yo hablo de un sitio lo conozco perfectamente. Jamás se me ha ocurrido escribir una novela sobre Suecia o Noruega. Porque no las conozco y porque lo único que sé es que hace un frío del carajo. Ahí que no me busquen. Si yo no conozco, no escribo, porque cuando escribo lo tengo que tener muy claro y, además, los lectores lo notan enseguida. Como soy muy viejo y he visto muchas cosas, pues para qué voy a escribir de lo que no he visto y no conozco. Mire a don Pío Baroja, al que yo admiraba mucho, aparte de que lo conocí personalmente. Le hice una entrevista poco antes de morir. Cuando Pío Baroja habla de África hasta el más tonto se da cuenta de que no ha puesto los pies nunca allí. Y uno se pregunta cómo un señor como Pío Baroja, un genio, se mete a escribir de África. No recuerdo si la novela era Los navegantes de altura o Las aventuras de Santi Andía. Una de los dos.

—Usted me está hablando de la entrevista a Pío Baroja, pero también recordará la entrevista que le hizo a Wenceslao Fernández Flores… 

—Wenceslao Fernández Flores era encantador. Recuerdo que él vivía, si no me equivoco y la memoria no me falla, cerca de donde vivo yo, por la zona de Bilbao. Vivía en un apartamento muy grande, pero con todo muy cerrado, muy oscuro. Él estaba sentado en una butaca, una butaca negra y enorme con una manta por encima porque ya era muy mayor. Creo que debió morir al poco tiempo. Pero qué gracia seguía teniendo el tipo. Yo me acordaba de todas las novelas que había escrito, El malvado Carabel y todas esas cosas. Pío Baroja era un poco más serio, más vasco, pero Fernández Flores era divertidísimo y ya debía tener 90 años, yo qué sé. Yo tendría unos 20 años y él era un señor muy mayor, tapado con una manta y con un pie en la tumba.

—¿Y qué le pasó con Ernest Hemingway?

—Ah, bueno. Yo era un gran admirador de Hemingway. Para mí era el ejemplo de la novela de aventuras. Como siempre ocurre cuando un escritor empieza, en cierta manera lo imitaba. Años más tarde leí Las verdes colinas de África. Él relata cómo le dispara a un búfalo, pero no es para matarle si no que le dispara a los pulmones para que se vaya muriendo lentamente y él pueda narrar lo que era la agonía del búfalo. A mí aquello me pareció una cabronada. Si tú eres cazador o tienes que cazar por alguna razón, y yo en África he tenido que cazar muchas veces para poder comer, coño, lo que procuras es matar al animal rápidamente para que sufra lo menos posible. No por muy escritor que seas puedes hacer ciertas cosas.

—Se le cayó un mito.

—Ya se me había caído antes porque yo lo había entrevistado con 21 o 22 años. Lo hice en este hotel que está aquí, cerca de Madrid, en El Escorial. Estábamos en su habitación y noté algo muy raro. Me puso la mano así en la rodilla y me dijo: tú tienes mucho futuro como periodista y no sé qué y tal. Yo me quedé un poco…. Me quedé raro. Dije concho, aquí si me descuido… mejor acabo esta entrevista cuanto antes. Luego supe de la gran amistad que tenía con Ordóñez y también de Ordóñez se dijo que tenía unas aficiones poco normales en ese tiempo…

—Volviendo a aquella África de los años 40 y 50… Cuando usted llega, creo que alguien de su familia tenía un esclavo...

—Bueno, en realidad, no, no teníamos un esclavo. Teníamos un muchacho, se llamaba Suilem, y por eso el protagonista de mi nueva novela se llama igual, en su honor. Era el que cuidaba de los animales de la granja. Nosotros teníamos una granja con gacelas, con conejos, con gallinas. Él era un senegalés inmenso y además era muy buen chico. Era muy joven, tendría unos 18 años. Se entretenía conmigo porque le encantaba el tren de cuerda que yo tenía. Un día me lo encontré y estaba contentísimo, casi llorando. Me dijo que mi tío le había adelantado un año de su sueldo de 200 pesetas. Lo necesitaba para comprar la libertad de la que iba a ser su mujer. Esa muchacha era de rla aza Bel-Ha, la de los esclavos. En el año 50 y tantos en la España nacionalsocialista cristiana de todos los días a misa y Franco bajo palio aún existía la esclavitud. Luego me enteré de que la cosa había sido mucho peor. Y aún era más terrible si cruzabas la frontera. Por esto del volcán he aparcado una novela que estaba escribiendo sobre las mujeres de Mauritania. 

—¿Por qué las mujeres de Mauritania?

—A las mujeres mauritanas de siete u ocho años las empiezan a engordar, porque una mujer está en edad de casarse a los 12 o 13 años. Cuando la van a comprar para casarse, si pesa menos de 90 kgs, nadie se quiere casar con ella. En Mauritania hay un dicho: el espacio de una mujer es igual al espacio que ocupa en tu cama. O sea que si la mujer no es gorda, gorda, gorda, el hombre no la compra, no se quiere casar con ella. Si es flaca ni se la mira. Y eso sigue estando prácticamente vigente en el siglo XXI y Mauritania está en las Naciones Unidas. Nadie dice nada porque se siga admitiendo esta forma de esclavitud que engorda a las mujeres como si fueran patos. 

—¿Hay algún político africano que lo impresionara?

—Sí. Hubo un hombre muy importante en los años 80. Se llamaba Thomas Sankara. Era una especie de Che Guevara de su tiempo. Tomó el poder en lo que era entonces el Alto Volta y fue por cierto el que le cambió el nombre a Burkina Fasso. Inmediatamente, abolió la esclavitud y la ablación. Escolarizó a todos los niños y vacunó a dos millones de niños contra las principales enfermedades. Plantó 10 millones de árboles para acabar con la hambruna y terminó con la hambruna que allí era tradicional. Este hombre hizo tal revolución que inmediatamente los franceses se juntaron con los islamistas extremistas y acabaron con él. Lo mataron y lo descuartizaron.

—¿Los franceses?

—Sí. Los franceses siguen siendo los dueños de media África y tenga en cuenta que los franceses, en cuanto hay una guerra, se alían con el que sea. Hace poco Macron se alió con los yihadistas para acabar con aquel saharaui que era un revolucionario. Temía que entraran en Níger y para los franceses Níger es sagrado porque en Níger están las mayores minas de uranio del mundo y necesitan ese uranio para sus centrales nucleares. Y luego venden carísima la electricidad a España. Los franceses fueron muy listos a la hora de convencer a las autoridades españolas de que las centrales nucleares eran peligrosísimas, de que podía ocurrir cualquier día una explosión como la de Chernóbil. Nuestras autoridades de ese tiempo, por una parte convencidas y por otra parte sobornadas, empezaron a desmantelar las centrales nucleares sin caer en la cuenta de que al otro lado de los Pirineos, a cinco kilómetros de la frontera con España, hay dos centrales nucleares con tanto riesgo como si estuvieran en España.

—¿Por qué África no termina de ponerse en pie?

—Las potencias europeas siguen manejándolo todo y si un Gobierno no les gusta lo cambian. Más los franceses que los ingleses. Los ingleses se fueron y se fueron. Los portugueses hicieron una colonización estupenda. Son siempre los mejores colonizadores del mundo, siempre fueron amigos y siguen siendo amigos de todos los países que ellos colonizaron. Mire. Yo estuve 20 años casado con la mujer más guapa de Francia, Marie Claire, que además es la madre de dos de mis hijos, pero reconozco que en esos temas los franceses son terribles. Y jugando al fútbol son unos tramposos

—Hay un francés del que tiene usted muy buen recuerdo, porque usted cuando empieza con el submarinismo se embarca en el Cruz del Sur.

—Hombre, sí, sí, claro. Mi jefe en eso era el comandante Cousteau. Y por cierto, yo soy el único sobreviviente. Tengo tanta edad… Sí, yo estudié con Cousteau y era un hombre implacable, había que tenerle un respeto. Yo fui uno de los tres primeros que conseguí el título de profesor de buceo en España y en el año 60 representé a España en el primer Congreso Mundial de Actividades Subacuáticas. Lógicamente, el comandante, que representaba a Francia, estaba allí. Recuerdo que el 8 de diciembre del 59 vinieron a buscarme a la Escuela de Periodismo por la noche unos policías secretos. Yo me acojoné, porque en aquella época el tema era serio, pero venían porque había habido la catástrofe de Ribadelago en Zamora. La presa se había derrumbado y había debajo ciento y pico de cadáveres. No se podían llevar a los buzos clásicos con sus zapatones y sabían que yo era el único alumno de Cousteau que vivía en Madrid. Inmediatamente me llevaron a la Dirección General de la Seguridad en la Puerta del Sol y me pidieron que, por favor, buscara a un equipo que pudiera ir a rescatar esos cadáveres. Les dije que los buenos eran los hermanos Manglano, de Valencia, y a los 5 minutos los tuve al teléfono. Les hablé de un tipo que tenía en Sagunto una fábrica de señales de tráfico y a los 5 minutos lo tuve también al teléfono. Igual con un dentista de Tarragona. Esa noche reuní a los quince que fuimos a rescatar los cadáveres a Ribadelago.

—Una experiencia dura

—Muy dura. Yo entonces tenía 22 años e imagínese sacar los cadáveres. Además nunca se sacaba un cadáver completo. Estaba todo mezclado con cuerdas, con cables, con carretas. Sacábamos pedazos de cadáveres y los militares pusieron unas lanchas metálicas y allí tenían unos calderos con fuego, tanto era el frío. Entonces no había trajes de neopreno. Bueno, los había pero eran malísimos. Aunque la profundidad era poca, de treinta metros como máximo, no había visibilidad ninguna, todo era barro. No se veían ni las linternas. Y cada 10 o 15 minutos teníamos que salir. Nos cogían por la cintura, porque no nos podían coger por las manos del daño que nos causaba el frío. Luego nos metían las manos en agua caliente para que empezáramos a reaccionar. Había uno, De la Cueva se llamaba, que cuando se metía en el agua y le llegaba al cuello, perdía el conocimiento del frío. Una experiencia terrible. Después de eso todas las guerras que he vivido me parecieron ya un chiste.

—Sudamérica también ha sido importante en su vida y en su obra. En la Amazonía transcurre una de sus novelas más conocidas, Manaos.

—Del 73, si no me equivoco. Yo me recorrí el Amazonas dos veces completo. La primera fue cuando Manaos y luego, años más tarde. Pero el Amazonas tiene un problema. Cuando ya has dejado la zona de los Andes, que es muy  bonita, perdona que estoy con el puro…

—No me diga que sigue fumando….

—Lo tengo apagado (risas). Cuando dejas los Andes sea por la parte de Ecuador o la del Perú, que ahí es muy bonita la Amazonía, con esas cascadas y esos volcanes tan impresionantes, llega la desembocadura del Tena. A partir de ahí, la diferencia de nivel hasta la desembocadura del Amazonas no llega a 100 metros y son casi 5.000 kilómetros. O sea, lo que estás recorriendo son cinco mil kilómetros de árboles iguales en todo. Todo igual, las mismas playas, las mismas curvas, los mismos cocodrilos, y coño, al final resulta aburridísimo. Recuerdo que en una ocasión estaba leyendo el Yo, Claudio. Esa novela me tenía interesadísimo, sobre todo allí que no veía a nadie. Llevaba días y días sin ver un alma y me paré a comer debajo de un árbol. Al terminar me quedé un rato leyendo mi querido Yo, Claudio y me quedé dormido. De repente empezó a caer un palo de agua. Uno de estos que caen en el Amazonas. Salí corriendo, me subí a mi piragua y cuando ya llevaba dos o tres horas río abajo, me dije, ¡coño, mi libro! Y tuve que remar corriente arriba fijándome en todos esos playones iguales, hasta que al final recuperé mi libro. El problema es que era una edición de bolsillo barata y se había deshojado completamente con la lluvia. Pese a todo, proseguí mi viaje leyendo el Yo, Claudio. Cada vez que terminaba un una página la arrojaba al río. Todos los peces del Amazonas se leyeron el Yo, Claudio.

—¿En cuántas guerras ha estado entre África y Sudamérica?

—Las nueve en las que he estado han sido entre África y Sudamérica. Nunca fui al Vietnam ni a ningún sitio de Asia. Yo empecé primero en La Vanguardia y luego en Televisión Española. Asia nunca me llamó la atención para nada, yo con los  asiáticos nunca he tenido relación. Bueno, con los polinesios sí.

—¿Usted ha también ha vivido en Polinesia como Jack London?

-Sí, sí, como Jack London. Yo fui con dos amigos cuando terminamos la carrera. Compramos un barco y dimos la vuelta al mundo durante 14 meses.

—¿Qué no ha hecho usted en la vida?

—Hay dos cosas, siempre se decía eso. Aunque subir en globo sí subí porque mi amigo Jesús González Green, compañero de profesión y corresponsal de guerra, era un genio de los globos y me llevó una vez de paseo. Pero de lo otro, nada. en la primera guerra que estuvo Jesús fue en el Chad, la peor que yo he vivido, la más terrible. Allí también estaban liados los franceses, como siempre, con la Legión francesa. A casi cincuenta grados de temperatura media.

—Arturo Pérez Reverte le dijo, cuando él tenía 15 años, que lo admiraba y que quería ser como usted.

—Sí, es cierto, pero no era tan joven, ya era mayor y fue en Lucio. Estábamos cenando y se acercó. Me dijo que había publicado una novela y que desde que era un niño de 15 años quería ser como yo. La verdad es que lo está haciendo fabulosamente. Es muy bueno, muy bueno.

—Y todas las aventuras que me está contando las vivió sin un móvil…

—Cuando vi el primer teléfono móvil me quedé asombrado. Pensé que eso era una gilipollez, porque era como una caja tremenda que había que cargar. Donde vi uno como los de ahora fue en el festival de Cannes. Me llamaban todos los años y me lo pasaba bomba. Aquello estaba lleno de mujeres… y de gente interesante. Allí conocí a Bertolucci y a todos los grandes directores del mundo. Por cierto, anoche estuvieron poniendo El último Emperador. Yo la tengo aquí en casa. Él venía mucho a comer a casa, tanto en Lanzarote como aquí y odiaba China.. Me decía: «¿Tú sabes lo que sufrí yo para conseguir los permisos para vivir y para rodar en China? Los años, el tiempo que tuve que pasar, las calamidades que tuve que aguantar. Yo veo comida china o algo chino y se me revuelven las tripas. Esta película me costó la vida. Es mi mejor película, no cabe duda, pero me costó años conseguir los permisos y todas esas cosas». Él era un gran amigo mío y tengo una foto aquí en mi despacho con él en Lanzarote. En la foto están él y Saramago, el Premio Nobel, que entonces era vecino mío en Lanzarote

—Estaba bien rodeado

—Sí, Saramago era mi vecino en Lanzarote. Vivíamos a menos de un kilómetro el uno del otro, en Tías. Él vivía allí con su mujer, Pilar del Río, y venía mucho a mi casa y yo la suya. Hacíamos unas fiestas muy divertidas. Recuerdo que una vez estábamos en su casa comiendo y, de repente, Pilar del Río empezó a hablar de Alberti, trajo un libro suyo y empezó a recitar, que si la gallina cuá cuá, que si el gato miao miao… Cuando acabó yo le dije muy serio que nunca había sido muy partidario de Alberti, pero que tras oírselo recitar lo odiaba. Saramago se cayó de la silla de la risa. Dijo que ya era hora de que alguien admitiera que Alberti es un pesado y un tostón.

—Usted también conoció a Claudia Cardinale?

—Sí, sí, yo con Claudia, tenía una relación. Bueno, no con ella, sino con quien estaba casada entonces, el productor de cine Franco Cristaldi, que me produjo Tuareg y fue coproductor de Océano. Él estaba empeñado en hacer Ébano, porque en aquella época estaba casado con la actriz Zeudi Araya, que era una modelo etíope guapísima. De hecho, yo había escrito la novela pensando en Zeudi. Franco Cristaldi me pidió que fuera a Roma porque quería hablar de la película. Mientras íbamos en su coche por Roma me señaló una esquina y me dijo: “Ahí empezó mi fortuna. Estaba cruzando la calle cuando me atropelló un coche. Era el coche de un señor muy rico. Estuve casi un año en el hospital y aquel señor tan rico se quedó tan compungido que venía a verme con frecuencia. Cuando me recuperé, me preguntó: «¿Que quieres, qué puedo hacer por ti después de haberte hecho perder un año de vida?». Franco le respondió que había leído un guión estupendo y que tenía a la protagonista. Era una película barata, pero podía ser buena. El tipo rico se la financió. La película se llamaba La chica con la maleta y la actriz era Claudia Cardinale. Recuerdo que el día que se divorció de Claudia nos fuimos a cenar a su casa, que estaba en la Vía Apia. Estaba  arriba en una colina y desde su casa bajaba a pie por la colina hasta su estudio propio. En esa cena estaban Sofía Loren, un señor muy importante y Valerio Zurlini, director de El desierto de los tártaros, aunque luego no volvió a hacer nada importante. Sofía Loren me dejó impresionado. Tú imagínate, la Sofía Loren de los años 80 o algo así. Fue una cena muy interesante y este Franco era verdaderamente encantador, no se podía ser más sencillo. Había ganado el Oscar y Palmas de Oro, pero era de una sencillez y de una amabilidad inconcebibles. He conocido a productores de cine que eran verdaderos besugos, pero los importantes, como Bertolucci o Franco, eran gente sencilla.

—Se ha codeado con gente importante…

—Recuerdo una comida en Lanzarote con Bertolucci y Saramago en la que también estaba Zapatero, que entonces era Presidente. Zapatero se quedaba asombrado oyendo hablar a estos dos genios. Cuando se marchó, Bertolucci me dijo: “Pobretti, españoli”. Este hombre se cree que tiene poderes, es un iluminado. Piensa que ha venido a salvar a España y al mundo. Yo le contesté: «Coño, Bernardo, dale tiempo». A los dos años nos encontramos en Cannes y me lo recordó: “¿Ves, ves lo que te dije? Este arruina el país».

—Usted ha conocido a mujeres hermosísimas.

—Conocí a muchas. A Jaqueline Bisset, a Catherine…

—¿Deneuve?

 —No, no, a esa la veía mucho, pero me caía muy mal. La veía como si estuviera a 100 kilómetros de distancia, siempre como si estuviese en la oficina. Con la que tengo una anécdota es con Kathleen Turner. Estaba yo comiendo con una amiga mía en la piscina del Majestic y Kathleen estaba allí a lo lejos. Detrás nuestro había una serie de periodistas y fotógrafos que la estaban llamando para hacerle fotos. Ella acababa de hacer Fuego en el cuerpo y estaba en todo lo alto, en su momento más importante. Entonces vino hacia mí. Yo le comenté a mi amiga que se acercaba una mujer muy guapa, aunque no sabía quién era. La Turner me oyó, se paró delante y me dijo en español: «Soy Kathleen Turner, ¡pendejo!». Ante mi sorpresa me explicó que se había criado en Venezuela. ¡Qué mujer, qué belleza! Ahora la ves y es como una vaca engordada, como una mohicana…

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