Dice Isaac Fouto que el jefe de los árbitros, Velasco Carballo, decidió en agosto atender las plegarias de numerosos entrenadores de nuestro fútbol, quejosos por la enorme cantidad de pérdidas de tiempo que en cada partido benefician a los pícaros infractores. Velasco, convencido de esa sempiterna injusticia que además suele romper el ritmo y convertir en —más— soporíferos muchos encuentros, avisó a sus colegiados de que a partir de entonces tuvieran en cuenta esta circunstancia a la hora de considerar el descuento apropiado. Los árbitros, obedientes, se han afanado en la tarea en este inicio de campeonato. Como en el Nuevo Testamento, bastó una palabra; aunque, ay, me temo que no para sanar el problema.
Quizá los diez minutos añadidos en el estadio de Cornellá hace un par de jornadas constituyan la prueba más evidente de que resulta sencillo reclamar la justicia en abstracto pero es más difícil cuando escuece en carne propia. Muchos de los mismos que abogaban por un castigo adecuado se echaron las manos a la cabeza con la cifra del cartelón del asistente: ¡diez minutos! El gol del Atlético en ese período terminó por montar el escándalo previsible, si bien hay que reconocer que más hijo de la frustración que de una auténtica iniquidad: cualquier observador objetivo debe concluir que Martínez Munuera hasta se quedó corto. Lo cual no es óbice para que el relato, cimentado en el carácter novedoso de las dobles cifras, pueda cuajar en leyenda urbana: algunos sostendrán que al Atleti una vez le regalaron el descuento necesario hasta que marcase para ganar al Espanyol. Al fin y al cabo, casi siempre la explicación veraz flaquea frente a lo llamativo.
Se me dirá que en la vorágine informativa de la actualidad el episodio apenas permanecerá como anécdota, sepultado no ya por el próximo descuento generoso, sino por el siguiente corte de pelo de Messi —o de mangas, si Pochettino se atreve alguna vez a volver a sustituirlo—. Es muy probable. Aunque de lo que no me cabe ninguna duda es que, de haber implicado el suceso al Madrid, el poso de la leyenda permanecería de manera mucho más prolongada, o incluso se convertiría en motivo de agravio perenne, fundando una enemistad infinita con el Espanyol. El que crea que exagero no tiene más que observar cómo, con la excusa de la polémica, alguno ha querido recordar —camuflando su aviesa intención bajo el púrpura de una supuesta inocente erudición— el gol anotado al Barça por Veloso, jugador madridista del equipo “ye-yé” de los años sesenta. Que ya hay que tener ganas.
El 20 de noviembre de 1966 se enfrentaron el Real Madrid y el Barcelona en el estadio Santiago Bernabéu. El asedio blanco a los azulgrana conlleva las inevitables pérdidas de tiempo de estos, que en muchos saques de meta o de banda tratan de robar valiosos segundos al reloj en pos de conservar el cero a cero inicial. Llegado el minuto 90, el colegiado Ortiz de Mendíbil alarga unos minutos. Apenas se alcanza el 94 cuando el Real obtiene su merecido premio y marca Veloso con un disparo desde la izquierda que aprovecha un error de la defensa. La indignación culé se hace evidente y, tras las protestas, el árbitro vizcaíno prolonga otros cuatro o cinco minutos más de forma inexplicable, quién sabe si azorado como esos malos jueces que confunden la necesaria interpretación de la ley con la simple empatía. El entrenador barcelonista, Olsen, se queja amargamente en sus declaraciones posteriores, y la bola se va haciendo más grande en la prensa barcelonista. Otros jugadores como Sadurní, el portero, con el paso de los años abrazan más la leyenda y llegan a declarar erróneamente que se añadieron once minutos en lugar de ocho o nueve, y que además el gol del Madrid llegó en el 101 y Ortiz pitó inmediatamente después: solo le falta añadir que para correr a meterse con los merengues en el mismo vestuario, y así completar la fábula totalmente al gusto.
El historiador mínimamente avezado sabe que conviene acudir a las fuentes originales, y particularmente a las del bando que pueda eliminar mayor cantidad de sesgos. La crónica del Mundo Deportivo, diario poco sospechoso de falta de parcialidad proculé, desmiente las declaraciones de Sadurní: admite que el gol llega en el 93:13 y que el encuentro se prolonga hasta el 98 y medio, y entre todas las quejas se permite estas esclarecedoras palabras: “Pero del minuto tres, de los trece segundos más que señalaba el secundero hasta los ocho minutos y medio que registró cualquier reloj con precisiones de cronómetro, en el momento que Ortiz de Mendivil dejó oír su silbato, van cinco minutos y veintisiete segundos más, que no solo deben ser recusados como inaceptables, (…) Nada hubiéramos tenido acaso que objetar a [el descuento] si se hubiese limitado a tres minutos y unos pocos segundos, es la superpropina la que nos obliga a rechazar…”. Más claro, agua: el gol, anterior al 94, entraba dentro del alargue justificado. Fue la prorrogación posterior, por cierto concedida en contra de los intereses de un Madrid que ya iba 1-0 y tenía los tres puntos, la que sirvió para emborronar la crónica y dibujar una chapucera leyenda con la que malamente aliviar el dolor. Sin embargo, todas estas aclaraciones y el fatigoso escrutinio en busca de la verdad resultan irrelevantes ante la calidez reconfortante que aporta la ficción. Ya se conoce el célebre adagio: se non è vero, è ben trovato.
De cualquier modo, los amigos atléticos me permitirán un consejo. Si finalmente el episodio de Cornellá no cayese en el olvido y, tras ganar el título, esta liga pasase a convertirse en “la de los diez minutos” —igual que la del año pasado se pretendió bautizar como la de “la pausa de hidratación”—, no teman. Eso únicamente significará que la grandeza que Simeone tanto se ha esforzado en recuperar para los rojiblancos habrá decantado de forma definitiva. Créanme, de leyendas los del Madrid sabemos un rato.