En 16 de julio de 1969 el hombre llegó a la Luna. Poco importa que en los años sucesivos otras cinco expediciones lograsen posarse con éxito sobre la superficie de nuestro enigmático satélite. Para todos, la llegada a la Luna fue la primera, la de la célebre frase del pequeño paso para el hombre, etc.
Pues en ese mismo 1969, apenas un mes después, tuvo lugar el mítico Festival de Woodstock, con sus tres días de amor y música. Y la relevancia de este evento no viene determinada por su mastodóntica asistencia ni por el elenco estelar que compuso su cartel. Ni siquiera porque fuera el primer gran festival, porque no lo fue. Es atendiendo a la transcendencia social que supuso por lo que se puede hablar de él como el único, el que todo el mundo recuerda al igual que se recuerda la primera llegada a la Luna. Todo lo que vino después fue otra cosa en el mejor de los casos o un torpe remedo en los demás.
Y es que, si dejamos lo musical por un momento al margen, habría que analizar Woodstock desde una perspectiva antropológica, como un estudio del ser humano que se nos antoja como un canto al adanismo con toda aquella masa de gente dispuesta a refundar el mundo, a volver a la esencia de nuestro ser primitivo, a rebelarse contra las contradicciones de aquella —esta— civilización regresando al verdadero ser que, suponemos, alguna vez fuimos. Ritos tribales, drogas alucinógenas, juegos en el barro y todo aquello que se fue perdiendo poco a poco con el correr de los tiempos. Y el escenario elegido fue nada menos que el corazón de la potencia más grande del mundo, a tiro de piedra como quien dice de Nueva York. Curiosamente, no en la población que da nombre al festival sino a sesenta kilómetros de esta.
Woodstock es la demostración de cómo una concentración pacífica puede transformar unos mansos terrenos agrícolas en zona catastrófica. Una idea que, por muy ambiciosa que pudiera parecer, acabó completamente desbordada. Fue el colapso de una generación, el punto álgido pero también el punto final de un movimiento.
Hay quien dice que sí, que todo fue muy bonito pero que muchos de los que allí se dieron cita luego se convirtieron en todo lo que criticaron y contra lo que protestaron. Que incluso muchos seguro que a día de hoy engrosan las filas del Partido Republicano y seguro que hasta han votado a Trump. Bueno, pues yo no creo que eso sea una traición al espíritu Woodstock, en todo caso se habrán traicionado a sí mismos individualmente. Y vaya por delante que me considero menos espiritual que un cajero automático y que todos estos asuntos relacionados con la pedrada cósmica me producen ardor de meninges. Pero sería de un negacionismo absurdo no reconocer la importancia y la transcendencia posterior que supuso Woodstock.
Ahora bien, el mérito de ese paso a la posteridad hay que atribuírselo, en gran medida, a la película documental que se rodó y que se publicó al año siguiente. Quedó como palabra escrita en piedra para sus contemporáneos y como una especie de legado bíblico para los que vinimos después. Los que, por ejemplo, en los ochenta contemplamos asombrados cómo quince o veinte años antes aconteció algo que sería totalmente impensable en nuestro presente de entonces. El hábil formato narrativo cumple con el objetivo de repartir la mirada no solo entre los músicos sino también entre los asistentes. La película la coprotagonizan grandes estrellas de la música con, por ejemplo, un tipo que limpia las letrinas, con una jovencísima pareja que han escapado de casa para asistir al evento, con los apacibles vecinos del pueblo de Bethel o con gente que en medio del caos no puede comunicarse con su familia.
Y a todo eso hay que sumarle la poesía intrínseca de muchos de los momentos del documental. Desde las imágenes iniciales con la llegada a caballo de los primeros “colonos” hasta el broche final con el sonido de la lastimosa guitarra de Hendrix sobre las deprimentes imágenes del paisaje tras la conclusión de la devastadora bacanal. Y en el medio toda una sucesión de tramas. Para añadir carga dramática aparecen también las fuerzas naturales que se conjuran para darle al asunto un tono más heroico con la gente refugiándose, con las advertencias del peligro de acercarse a las torres de sonido, con la conjura de los que inocentemente convencidos tratan de contrarrestarlas gritando al unísono «No rain!». Y las imágenes sorpresivas de los helicópteros sobrevolando la zona —el ejército no está en nuestra contra, ¡vienen a traer ayuda!—. El guion, de haber sido imaginado y escrito previamente, no hubiera soportado la verosimilitud de la trama.
En cuanto a lo musical, pese a las estruendosas ausencias, Woodstock se ha convertido en una fábrica de iconos. Algunos que acudieron con nombre propio como los Who, mudaron en tótems del rock tras su actuación en este festival. Otros que venían casi de la nada, como Santana, plantaron allí la semilla de sus éxitos venideros. Y momentos irrepetibles que quedaron grabados en nuestras mentes como Alvin Lee recorriendo vertiginosamente el diapasón de su guitarra, como los Canned Heat con su bajista y su vocalista amenazando derrumbar el escenario, tal fue su energética actuación. O como Joan Baez, con su voz angelical, cantando a capella. O la maravillosa Glenn Slick iluminando la mañana con sus ojazos azules y su poderosa voz. O la energía conmovedora de aquel joven Joe Cocker moviéndose espasmódicamente asombrando al mundo. O, o, o… podríamos estar analizando cada una de las actuaciones y este artículo sería aún más extenso que el propio documental. Lo cierto es que, no sé cómo lo verán los chavales de ahora, pero para un joven de los ochenta, superviviente en el desolador panorama postmovida, aquello fue como un banquete pantagruélico de tres horas y media de duración repleto de ambrosías musicales.
He de reconocer que si yo hubiera vivido en aquel lugar y en aquella época, seguramente no hubiera asistido al festival y habría criticado con saña a todos esos chicos blancos que pretendían cambiar el mundo porque era lo que parecía dictar la moda. Y es que no hay cosa que más me irrite que los niños bien haciéndose los indómitos. Pero me habría perdido el evento sociocultural más grande de la historia de la música. Son las consecuencias a las que nos enfrentamos los tercos irredentos, los cabezones de nacimiento.
En Woodstock sucedió que el hombre por fin pisó la tierra: Washington, tenemos un problema. Y sucede que, más de medio siglo después, parece que la humanidad hubiera envejecido eones.
Tengan claro que jamás, jamás de los jamases, podrá haber otro festival siquiera parecido porque, entre otras muchas, muchísimas razones, jamás de los jamases nacerá otra Joplin u otro Hendrix.
Feliz aniversario a todos los que lo vivieron, a todos los que lo descubrieron más tarde y enhorabuena a todos los que aún tienen la oportunidad de disfrutarlo por vez primera.