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El día que Laurie Cunningham levantó el puño ante una grada repleta de racistas

En estos tiempos convulsos no está de más recordar quién levantó el puño primero en el mundo del deporte. La irrupción del black power en los Juegos de México 68 ya está contada, aunque no viene mal el repaso. De lo que se habla menos es de los futbolistas que se atrevieron a levantar el puño hace casi medio siglo. Uno de ellos fue Laurie Cunningham, supongo que les suena. Con 18 años, y después de haber sido insultado durante 90 minutos, se encaró ante una grada de racistas descerebrados (valga la redundancia) con el puño alzado. Ignoro por qué ese gesto no aparece entre lo mejor de su palmarés.

Para muchos aficionados españoles, Cunningham fue poco más que un exotismo: un buen jugador que no tuvo suerte. Pero su dimensión deportiva y personal aconseja ampliar la mirada y refrescar la memoria. Al debutar con la selección inglesa Sub-21 en 1977, Laurence Paul Cunningham se convirtió en el primer futbolista negro que fue internacional por Inglaterra en cualquier categoría (Viv Anderson fue el primero en jugar con los pross en 1978).

Es fácil imaginar que hasta llegar a ese momento no atravesó un camino de rosas. De padres jamaicanos, su madre —Mavis Iona Trout—, ya estaba en embarazada de Laurie cuando en 1955 presentó se presentó en casa de una tía en Londres. Su padre, Elías Cunningham, permaneció en Kingston con el sueño de labrarse una carrera como jockey. La familia se reunió por fin en 1958 en el barrio obrero de Islington.

En la Inglaterra de los años 60, el racismo tenía poco que envidiar al del sur de los Estados Unidos. Hasta 1965 no fue ilegal la discriminación en lugares públicos como cines y hoteles; estaba permitido negar la vivienda o el empleo por motivos de color, raza o origen étnico. “No blacks, no Irish, no dogs”. Según parece, el cartel no era una rareza.

En 1968, cuando Laurie tenía doce años, la tensión racial era máxima. El parlamentario conservador Enoch Powell había lanzado una proclama en contra de la inmigración procedente de los países de la Commonwealth y amenazó con un futuro de “ríos de sangre”. Aunque fue destituido, su discurso caló en parte de la población. Para sofocar ese brote de racismo, ese mismo año se aprobó La Ley de Relaciones Raciales que prohibía la discriminación racial.

En ese ambiente creció Laurie Cunningham, que en 1974 fichó por el Leyton Orient FC, un viejo club londinense (1881) —primer equipo senior de Harry Kane, cedido por el Tottenham— que entonces militaba en la segunda división. Laurie tenía 18 años y había llamado la atención del entrenador, George Paddy Petchey. El novato debutó el 3 de agosto de 1974 contra el West Ham en la Texaco Cup. Dos meses después se estrenó en la liga contra el Oldham Athletic y en diciembre fue convocado para jugar contra el Millwall, un club del sureste de Londres conocido por el salvajismo de sus ultras.

Allí se presentó Petchey con dos negros en el equipo titular, Bobby Fisher y Laurie Cunningham, además de un indio, Ricky Heppolette. Nada más pisar el césped fueron recibidos con cánticos racistas y escupitajos. Se les arrojaron plátanos, rodamientos y un cuchillo. Temiéndose lo peor, Petchey pidió a los jugadores que no se acercaran demasiado a los límites del campo.

El partido acabó con empate a un gol gracias a un tanto de Cunningham en los últimos minutos. Una vez acabado el encuentro, Fisher y Laurie caminaron hacia la grada de los ultras del Millwall. Así lo relata Fisher en la biografía de Cunningham Diffferent Class: The story of Laurie Cunningham, escrita por Dermot Kavanagh: “Por estar dentro del campo nos sentimos un poco más seguros. El caso es que nos agarramos, les mandamos un beso e hicimos el saludo del black power… La tensión pasó del odio al ahora os queremos matar y linchar. Cuatro o cinco policías nos metieron en el túnel y nos llevaron hasta nuestro vestuario. Nos dijeron que no saliéramos bajo ningún concepto. Un inspector vino poco después y nos dijo: “¿Sabéis que habéis incitado un altercado de orden público? Podríamos presentar cargos por esto…”.

“Nosotros nos preguntamos si ese tipo había estado allí los últimos 90 minutos… Pasó una hora antes de que dejaran salir al equipo para tomar el autobús, no sin antes darnos precisas instrucciones de cómo debíamos actuar si el autocar era apedreado”.

No hubo reseñas en la prensa del día siguiente. Los incidentes racistas no eran vistos como un problema de los clubes, sino de la sociedad. Cosas que pasan.

En 1975, el Leyton Orient jugó en Copa contra el Derby County. Laurie volvió locos a los defensas y un par de futbolistas del Derby no dejaron de insultarle durante todo el partido: “Vamos, mono, aquí tenemos un plátano para ti, ven a por él”. Cunningham esquivó patadas e insultos siguiendo los consejos de Paddy Petchey: “No demuestres que estás herido o resentido, aléjate de ellos”.

Para entonces, Laurie Cunningham ya era considerado como un Nureyev negro que cautivaba, incluso, a los profesionales de baile. Según se cuenta en su biografía, The Dance Theater of Harlem le ofreció ir de gira por Estados Unidos. Su fundador escribió al Leyton Orient asegurando que Laurie tenía los mejores movimientos atléticos que había visto en diez o quince años de enseñar baile, “un increíble control con la habilidad de parar súbitamente y volver a la acción con la misma rapidez”. Cunningham se vio tentado, pero Petchey le recordó quién pagaba su salario semanalmente.

En 1976, el prestigioso periodista Brian Glanville quedó con Cunningham para hacerle una entrevista para el no menos prestigioso Sunday Times Magazine. Ya corría el rumor de que iba a ser el primer futbolista negro en una selección inglesa. La cita estaba fijada en la casa familiar de los Cunningham, pero Laurie no apareció. Glanville sacó adelante el reportaje con los testimonios de la familia, pero la espantada del futbolista es un ejemplo significativo de sus periódicos desvanecimientos. Durante una semana desapareció de los entrenamientos con la peregrina excusa de que no tenía dinero para el autobús ni nadie a quién pedírselo prestado. Cuando le preguntaron por qué no contestó al teléfono, alegó que lo tenía en la planta de abajo y él estaba en la de arriba.

En aquel tiempo, Laurie conoció a Nikki Hare-Brown una chica de 15 años de familia judía y liberal con la que coincidía en el Salón de Baile del Tottenham Royal, entregado cada domingo a la música funk. Ella se quedó fascinada con su estilo y su forma de bailar. Se hicieron novios.

En 1978, cuando Cunningham ya era jugador del West Brom, la pareja fue asaltada al salir de un restaurante por tres tipos poco partidarios de las parejas interraciales. Laurie, que había dado clases de kárate (era fan de Bruce Lee), repelió a los dos primeros. Cuando tenía al tercero rendido en el suelo, fue detenido por Nikki. “No, Laurie, deja que se vaya”. Al escuchar su nombre, el último cafre en la pelea le preguntó si era Laurie Cunningham y le pidió un autógrafo. La anécdota es un diagnóstico de la enfermedad mental de los racistas.

Aquella fue la mejor época de Cunningham. Junto a Cyrille Regis y Brendon Batson, todos de raza negra, formaba lo que su entrenador Ron Atkinson dio en llamar The Three Degrees, en alusión a un grupo de soul de moda. Los tres dejaron tardes memorables, aunque ninguna como el 3-5 en campo del Manchester United, logrado entre cánticos racistas de los que se hizo eco el comentarista de la ITV en contra de lo que era costumbre en los medios: «Otra vez se escuchan unos desagradables abucheos contra los jugadores negros, que no dicen nada en favor de la deportividad».

Nikki y Laurie se presentaron juntos en aquel Madrid de 1979, una ciudad poco habituada a los exotismos. Nikki lo contó para el Telegraph años después: “Lo primero fue que ella es blanca y él es negro. Lo siguiente que no están casados y viven juntos. Así que son satanás. El Real Madrid nos quería casados por la iglesia católica cuanto antes. Y quizá todo hubiera sido más fácil de haberlo hecho”.

Nikki recordaba en ese mismo reportaje que la tomaron una foto con su madre y su hermana en la piscina que fue publicada con el siguiente titular: “El harén de Cunningham”. Ya se sabe que los españoles no somos racistas hasta que nos ponen a prueba.

El 10 de febrero de 1980, Cunningham hizo contra el Barça su único partido memorable como madridista. El Camp Nou le despidió con una ovación. En 1981 fue operado de una lesión en el pie y visto en la discoteca Pachá antes de completar la recuperación. Nadie entendió que el baile formaba parte de su rehabilitación, incluso de su esencia como futbolista. Nikki le retaba muchas veces a hacer con el balón lo mismo que hacía bailando. Y lo conseguía.

Laurie fue multado y reapareció doce días antes de la final de la Copa de Europa contra el Liverpool. No estaba en condiciones de jugar y disputó el partido entero. Aquella frustración le acompañó hasta el final de sus días; siempre creyó posible volver al Madrid y triunfar. Rompió con Nikki y deambuló por un sinfín de equipos, entre ellos el Sporting de Gijón. Después de un partido contra el Atlético, derrotado con un gol suyo, el ABC tuvo la pésima ocurrencia de dibujarlo como un caníbal con Luis Aragonés en la cazuela. Insisto, no somos racistas hasta que se nos cruza un negro.

Cunningham murió el 15 de julio de 1989, a los 33 años, tras reventar una rueda de su Seat Ibiza mientras conducía por la carretera de La Coruña, a seis kilómetros de Madrid. Era jugador del Rayo y tenía un hijo de un año, Sergio, fruto de su relación con Sylvia Sendín-Soria. Su huella en España se ha difuminado, pero el West Brom le recuerda con un estatua en la que parece junto Cyrille Regis (muerto a los 59 años de un ataque al corazón) y Brendon Batson, tres futbolistas negros que rompieron redes y prejuicios. Aunque no todos.

Juanma Trueba
Juanma Trueba
Periodista, ciclista en sueños, cronista de variedades y cinéfilo (sector La La Land). Capitán del equipo para que le dejen jugar. Después de tantos años, sigue pensando que lo contrario del buenismo es el malismo. Fue subdirector del diario AS hasta que le tiraron del tren. Luego se lanzó a una aventura a la que puso por nombre A la Contra. Y en ella sigue.
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