Y recién estrenada la primavera, tal como anunció hace muchos años, Johan se marchó en globo. Hoy hace cinco años. Amagó que se estaba curando y salió por donde no esperábamos. Lo hizo tal y como lo despidió la portera de Núñez, cuando solo faltaban dos jornadas para el final de la liga 95-96. Esta vez Pep no le va a poder dedicar por mano interpuesta de Charly un gol desde el centro del campo contra el Depor.
Johan Cruyff fue un loco iluminado, un pionero, ¡un profeta! Uno de esos hombres que van tan por delante del presente que la mayoría de las veces no se le entendía. Miraba las cosas desde otro lugar y veía más allá. Vivía en el pasado mañana. Pero cogiendo al azar una frase suya se podría aplicar unas quince o veinte veces con razón a lo largo de un día cualquiera, desde el mercado del barrio hasta Wembley.

Repasando las portadas del día siguiente a su deceso descubrimos uno de esos extraños casos de admiración universal, aunque enemigos tuvo siempre. Es imposible no tenerlos siendo tan distinto. Que nos perdone L’Équipe y su maravilloso titular de ese día, Il était le jeu, pero la portada del habitualmente poco reflexivo Sport emergió como el mejor homenaje: una foto hecha ilustración en blanco y negro de un bello y joven Johan mirando al horizonte confiado, como un Che Guevara del balón, el flequillo tocado con una hermosa y diminuta estrella roja. Las revoluciones siempre ocurrieron antes en la cabeza de un genio rebelde.
Estamos hablando del hombre más influyente en la historia del fútbol, alguien que ocupa lugar en el podio de los jugadores y de los entrenadores, caso raro y único. Uno no se imagina a Pelé fuera de un anuncio de Viagra, ni a Maradona desarrollando una corriente más allá de la autodestrucción. Cruyff es el padre de una idea tan grande que su mejor adalid, Pep Guardiola, solo tuvo que añadir obsesión y método, vulgaridades que no interesaban a Johan. La verdadera valentía es decir algo nuevo y diferente en un contexto que invita a lo contrario. Y actuar desde ahí. En un fútbol dominado en los sesenta por el catenaccio, con Helenio Herrera de papa y pope, emergió la figura de un chaval delgado cuyo poder residía en una forma libre, osada y novedosa de ver las cosas y el fútbol. En la vida todo va ligado: a finales de los 60 las rígidas convenciones sociales tradicionales se iban a ver amenazadas por una oleada que finalmente tuvo más pirotecnia que efecto. Pero eso es otra historia. En Johan no había nada pirotécnico, todo era esencia. Incluso su robótico lenguaje era esencial, económico. Hablaba mal cinco idiomas. Y se le entendía siempre. Apuesto que hasta hablaba mal el holandés, lo preguntaré en mi próxima visita a un Coffee Shop de Ámsterdam.

Pero el concepto, la idea, la tenía clarísima: “Que los buenas se pasin el pelotita”, se le oyó decir antes de un partido de liga en la primavera del 96, poco antes de su cese. Y una idea, si es buena y concisa, siempre cala. Diez de sus 11 titulares han acabado siendo entrenadores o directores deportivos. El que no lo ha sido es Romario, que seguramente esté ahora mismo lamentando su deceso en una playa de las Bahamas con una rubia de la edad de la nieta mayor de Cruyff. “Esta caipirinha es por Johan, Ingrid”.
El 14 encarnó la contracultura europea con una confianza en sí mismo que rayaba lo temerario, con un aire infantil que nunca lo abandonó, como todo hombre al que su padre deja huérfano muy pronto. La esencia última de una persona suele ser lo que no ha podido ser y Johan tuvo que dejar de ser niño a los 12. Él afirmaba asiduamente que tenía una muy buena relación con su padre, incluso después de muerto, para asombro de su interlocutor. “Sí, sí, hablamos a minudo”, decía con esa seriedad que emplea el niño para decir obviedades o jugar. Había en él algo de Jedi, de falta de matiz adulto, de certeza infantil, que era desarmante. Tenía una mirada oblicua, diferente. Joder, tenía razón. Como tu hijo cuando quiere jugar.
Johan Cruyff cambió el lenguaje futbolístico simplemente borrando la palabra miedo de su diccionario, usando una defensa de tres en tiempos de carrileros y doble pivote, imponiendo el rondo y el fútbol 7 que ahora son tan comunes y entonces se veían como extravagancias. Pep solo supo salir del Barcelona cuando consiguió perder una liga usando tres defensas contra la artillería Mourinhista, moderno Helenio Herrera. Luis Enrique igual. Al final todos mueren queriendo ser Johan.
El hombre del Chupa Chups, el del recorte y la salida por el otro lado, el del salto de la valla tras el gol de Koeman en Wembley, recibía un último homenaje público poco antes de morir con el penalti de Messi y Suárez, pero el mejor de ellos se lo hace cada domingo cualquier equipo de tercera regional, en un campo de tierra, cuando intenta salir jugando desde atrás aunque sea con tarugos que apenas pueden controlar el pelotita. Cuando dicen: “Vamos a jugar como el Barça”.
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