El hijo de puta es un imbécil que va armado. El hijo de puta con todas las letras (descartamos “hijoputas” e “hideputas”, como bien me sugieren los filólogos Elena Pérez y Fernando Carreño) se distingue de otros indeseables porque actúa desde una posición de poder. Si no la tuviera sería un cretino, relativamente inofensivo aunque indudablemente molesto.
El hijo de puta se cree un hombre de estado aunque sea jefe de almacén en una fábrica de palés. La responsabilidad es habitualmente su justificación moral. El hijo de puta está absolutamente convencido de que si no fuera por él todo se iría a tomar por saco; en primer lugar, tu empleo. Es muy posible que el hijo de puta, en la intimidad del hogar, presuma de su inestimable contribución a la economía del país y es fácil que su perorata siempre termine así: “…para que luego digan que soy un hijo de puta”.
En algún infausto momento de la humanidad, se instauró la creencia de que alguien tiene que hacer de malo (o serlo) para que funcionen las cosas. Quienes piensan de ese modo asumen que las personas tienen una tendencia natural a la holganza y la molicie, y que necesitan mano dura para ser de provecho a la sociedad, a la empresa o al almacén de palés.
El primero que promocionó a un hijo de puta debió ser un matarife al que no le gustaba mancharse de sangre. O un patricio romano que deseaba reducir plantilla de esclavos. Ante la dificultad de encontrar a un ejecutor con principios (contradicción insoportable), recurrió al hijo de puta, tipo de simples convicciones al que, llegado el momento (y siempre llega), se le puede cargar el muerto: “Se pasó de hijo de puta”.
Desde entonces, y por épocas, el hijo de puta ha ganado cierto prestigio. Se llega a decir, en tono elogioso, que fulano es un hijo de puta, guau, e incluso hay quienes presumen de tener como amigo a uno de la especie. La disculpa social es diversa (no es mi jefe, no es para tanto, te ríes), pero el argumento empresarial siempre es el mismo. Para no caer en el ‘buenismo’ consentidor nos entregamos al ‘malismo’ sin fronteras. Para qué explorar posturas intermedias.
Hay quien asegura que el hijo de puta vivió una infancia desdichada y quien afirma que lo cosieron a collejas en los recreos. Hay quienes consideran que el rechazo es la primera causa de la enfermedad. Como en todo, habrá categorías, tipologías y niveles. El más bajo nos sitúa ante el hijo de puta que es un ogro ante el subordinado y un gatito ante el jefe, o ante la esposa, o ante el menor atisbo de violencia física.
La última reflexión es la más desesperanzadora. El hijo de puta nunca admitirá que lo fue, lo que nos dejará sin compensación a los que nos conformábamos con eso. Enfrentado a la venganza de sus víctimas, el hijo de puta dirá que todo lo hizo por responsabilidad y sentido del deber. Porque alguien tiene que ser un hijo de puta.
Tema muy interesante, y tan específico que resulta fácil pensar que encierra una velada dedicatoria. Si es así, espero que su destinatario lo sepa apreciar como merece.
Aportaciones interesantes al tema serían el documental «Gilipollas.La teoría», basado en un libro de Aaron James,y libros como «La corrosión del caracter», de Richard Sennett,»La sociedad del cansancio», de Byung-chul han, y «Los narcisos han tomado el poder», de la Psiquiatra y psicoanalista Marie-France Hirigoyen.
Desde puntos de vista muy diversos, todas estas obras iluminan un panorama laboral en el que emerge como figura indispensable, sin la cual nada se explica, el hijo de puta de manual.
Condensándolo todo, podríamos partir de la convención, si les parece, de que cuando hablamos de estrés en realidad queremos decir miedo, algún tipo de miedo: a perder un status, a no conseguir mantener cierta apariencia, a no conseguir cierta aprobación… y un largo etc que son diferentes caras de la misma moneda. Una parte de la identidad que el individuo valora especialmente se ve puesta a prueba.
Esto divide a los hijos de puta en dos categorias: aquellos cuyo motor es este miedo, que son los más numerosos y que deben hacer auténticos equilibrios mentales para autojustificarse, y aquellos otros que lo son por el mero placer de serlo, que saben que lo son y que lo disfrutan. Por suerte no son muchos y suelen estar bastante arriba en cualquier escala. No es fácil encontrarte con uno activo. Sí con uno, usando la jerga actual, asintomático, que no tiene el poder necesario para eclosionar.
Con este segundo grupo lo mejor es ,siguiendo con la jerga al uso, la distancia social. No puedes enfrentarte a alguien así sin estar dispuesto a llegar tan lejos como él, lo cual sería equivalente a terminar siendo un clon.
Con el resto, con los hijos de puta habituales, la clave está en la justificación que usa tanto el hijo de puta de turno como quienes le consienten o justifican: En ambos casos la estrategia es la misma, tratar de convertir un defecto en una virtud.
Así, el consentidor no se verá a sí mismo como un cobarde, o como un arribista que aprovecha las circunstancias, sino como una persona prudente, uno que va «a trabajar, no a meterme en problemas».
El hijo de puta, ya lo has dicho arriba, lo hará todo movido por la responsabilidad, por supuesto.
Pero en fín, quizá no sea necesaria tanta letra, quizá un hijo de puta sea simplemente eso, un hijo de puta. Aquí y en Pekín.
Feliz Navidad!