Siempre he tenido la convicción de que si como especie hemos llegado hasta aquí ha sido por la callada acción de la mujer. Mientras el hombre se ha dedicado a satisfacer sus pasiones, sus credos o sus convicciones, anteponiéndolos a sus obligaciones, la mujer ha construido poco a poco, con paciencia y en silencio, eso que hoy conocemos como civilización.
No es un pensamiento que prenda en mi mente al calor de los tiempos que corren en los que por fin se están poniendo en cuestión muchos de nuestros principios. Es más sencillo, se trata de analizar lo que nos han contado, lo que nos han enseñado y contrastarlo con lo que nuestra experiencia vital nos ha ido desvelando.
Una de las actividades que han sido asumidas por las mujeres, entre otras muchas, ha sido la de cocinar. Con más o con menos medios —normalmente con menos— la mujer se ha hecho cargo del cuidado y la preparación de los alimentos que habrían de procurar la subsistencia al núcleo familiar. Esta labor ha transcurrido de manera sorda a lo largo de nuestros siglos, con el cuidado de lo cotidiano y con el reconocimiento exclusivamente paternalista empleado siempre para reafirmar ese concepto tan masculino: la buena mujer.
Pero llegaron los chefs y el guion de la película ha girado bruscamente. Una vez que la experta mano del hombre irrumpe en la cocina, esta actividad pasa a tener otra consideración y otra importancia. Como toda labor de la que se apodera el sexo masculino, ha pasado del anonimato a la categoría de arte y a ser incluso objeto de competición.
La cocina, la alta cocina de hoy en día, es una disciplina de prestigio. Es objeto de toda clase de innovaciones, ya no se trata de dar de comer, hay que excitar los paladares, hay que impresionar, epatar, demostrar la valía. Hay que ganarse el reconocimiento, los galardones, hay que exprimir todas las posibilidades para llegar al objetivo último, a saciar el eterno ego masculino. ¿Cocinar con mimo, con dedicación únicamente para mantener sana y feliz a tu familia? ¡Quia! un hombre no está para eso. Un hombre tiene que crear, demostrar al mundo que es único y competir para ser el mejor.
No tienen más que examinar la parrilla televisiva —término muy oportuno en este contexto— para darse cuenta de que nos están vendiendo otro deporte de competición. Hay programas de cocina a todas horas, en todos los canales. Programas en los que hay que esforzarse, luchar, sufrir y finalmente ganar. Tu creación debe pasar el examen de los jueces, ganarse el favor del público y el reconocimiento de tus oponentes. Ya no se trata simplemente de cocina sino de una suerte de gastromaquia, la lucha a brazo partido contra los tiempos, las presentaciones y las expectativas. El hombre ha llegado y ha puesto las cosas en su sitio, ha inyectado la grasa necesaria para prestigiar una actividad somnolienta y necesitada de su impulso. Pero en este escenario las mujeres también tienen su sitio, que estamos en el siglo XXI, pueden participar de igual a igual, eso sí, con las reglas que solo los hombres saben diseñar.
Mis respetos a todos los popes de la cocina, que la gloria les acompañe, pero permítanme que si me pongo a los fogones mi objetivo no sea plegarme a la nueva ortodoxia. Prefiero apostar por la ancienne cuisine y conformarme con intentar acercarme, siquiera de lejos, a la maestría y la destreza que tuvieron mis ancestros femeninos, de los que de verdad debo aprender no solo a cocinar sino de tantas otras cosas que jamás les fueron reconocidas.
Que les aproveche.
La «ancienne cuisine» – Genial.
A veces veo con mi mujer estos programas de cocina, por entretenimiento mas que nada, y siempre acabamos con la sensación de que esos platos llevan demasiadas cosas innecesarias, y que la comida simple es mejor.
Y todo eso para que, al final, como decía mi madre, acaben inventando la sopa de ajos.