“Fue por las Falklands, pónelo así, en inglés. Que les duela”, me dijo Ernesto poco después del partido. Estaba eufórico, poseído por esa gambeta final. “Es que estaba Peter Shilton, el gran arquero inglés”, decía. “Y mirá, la mete sin esfuerzo, como si el estadio no estuviese a punto de caerse. Qué golazo, carajo, qué golazo”.
Nunca antes un gol en el que intervinieron tan pocos significó tanto para tanta gente, por robarle la frase a Churchill sobre La Batalla de Inglaterra. El partido fue extraño, cabría decir lo menos, poco después de la derrota en Malvinas, esa en la que los ingleses hundieron el Belgrano fuera de la zona de exclusión; esa también en la que los milicos argentinos creyeron que con llegar bastaría, que el viejo león inglés no pelearía por unas islas a veinte mil kilómetros de Londres. Fue la guerra, sí, del Tigre Astiz y del general Galtieri, de todos esos hijos finísimos que eran valientes con la gente desarmada, pero que en cuanto vieron a un inglés se rindieron de lo cagones que eran, de la señora Thatcher, a la que le cantaban eso de the milk scratcher. Una guerra rara, decidida en largas noches de alcohol, para un partido raro. Todavía el fútbol no había adquirido ese carácter global, capaz de definir los sentimientos de una nación ni de enardecer a un país de la forma en la que lo haría posteriormente, pero esa noción empezó ahí. Estaba Maradona, sí, pero enfrente estaba Gary Lineker, goleador del torneo y a quien Maradona no podría alcanzar después. Estaba, como señaló Ernesto, Peter Shilton, eterno arquero, mito sólo por detrás de Gordon Banks, quien le detuviera el famoso gol del siglo a Pelé. Estaba Jorge Valdano, emblema del Madrid de la Quinta del Buitre, aquel que retomó a Juanito y dijo lo del miedo escénico pero quién después se creyó más papista que el Papa y echó a Del Bosque.
Uno se pregunta por la importancia de ese gol, por ese momento que permanece junto al día en que mataron a Jotaefecá en Dallas o aquel otro en el que el cuarteto de Liverpool tocó en el Ed Sullivan Show. Para tener una idea de aquello, tal y como sostendría un cartel posterior al Mundial del 86, habría que ponerle a cada habitante de las Malvinas el vídeo con el gol, para entender todo lo que significó para los argentinos. Aunque quizá, para la deshonra inglesa lo peor no sea ese segundo gol, sino el primero, el que Diego mete con la mano. Respondió que eso había sido la mano de dios, como indicando que dios tomaba partido, que dios estaba de nuestra parte o a nuestro lado, como cantaba por aquella época Bob Dylan. Quizá eso es lo que le molesta a los ingleses: ese día en la región más transparente del aire, dios no fue inglés.
Entender ese partido significa poner el acento en Malvinas, me dijo en Buenos Aires Arturo Barriborena.
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Argentina es un país extraño, no es Europa pero tampoco es América Latina. Todos descienden del barco, pero su máxima imagen es un gaucho, símbolo preclaro del mestizaje. Tierra infinita, con iconos por doquier: Fangio, Vilas, Evita, Perón, más recientemente Manu Ginobli —rutilante estrella de basquetbol y ganador de la medalla de oro en Atenas–, el Che Guevara, el rey David Nabaldian y, por supuesto Maradona. Nadie como Diego para encarnar la pasión argentina dice John Carlin. Dirán, no sé si con razón, que para un país tener como estandarte nacional a un jugador de fútbol es inaudito. ¿Qué ha pasado con los próceres de la patria, con San Martín, Rosas, Belgrano, Castelli, con aquellos que aparecen en las monedas del país? Todos lejanos, distantes en el tiempo, alejados del pueblo al que dieron libertad. Diego, en cambio, se nos presenta como aquel cuadro de San Jorge, ese que vence al dragón inglés y lava la afrenta.
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Se olvida con facilidad que la civilización que la inventó, que le dio su espíritu, sus reglas, es la Inglaterra liberal del siglo XIX, la misma que inventó el parlamentarismo, el fair play, el culto por la ropa de tweed y el paseo rutinario con perros civilizados. Aunque es verdad aquello que señala Alfredo Relaño: los ingleses inventaron el deporte, pero lo concibieron como una forma de pasar el tiempo libre para los ricos. Los que dieron sentido al invento fueron los franceses, con los Juegos Olímpicos, el Mundial de fútbol, el Tour de France y la Copa de Europa, actual Champions League… Quizá es solamente que en sociedades donde abunda la competencia individual y la meritocracia, que ahora casi lo son todas, el fútbol en particular viene a encarnar un ideal democrático por aquello del ascenso social, y de ahí la tenaz esperanza, “cualquiera puede volverse un grande”, como Pelé o Maradona o Di Stefano.
Pero hay algo más: el juego del fútbol indica, como en todos los otros deportes, que no hay juego si no se cumplen reglas. Es el estadio el lugar en donde se puede lucir la mayor habilidad personal, sí, pero también es ahí donde hay un árbitro, un juez que te manda a casa si eres un completo gamberro. No encuentro mejor metáfora viviente de qué es ante el mercado, la pasión del poder, y la maldad innata en los hombres, el papel del reglamento, la ley, el orden que cuida la libertad, y los límites mismos de esa libertad. Cada deporte prohíbe algo, finalmente, reintroduciendo lo sagrado, lo prohibido. Y esa una lección que queda para las multitudes y que nos habla de aquello que hace importante al deporte. Cuando pasen las centurias, y los historiadores nos miren con el sosiego y la distancia que ahora no tenemos, se verá que el denigrado deporte sirvió a formar una civilización universal tanto como la democracia y las escuelas. Jugando es la más alta escuela de vida. ¿No les llama la atención que cuando los jugadores terminan de jugar, se abrazan? Y hacen lo que algunos políticos (que se toman por guerreros) no pueden, o les cuesta un mundo: saludarse.
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No recuerdo si alguien reparó en el hecho de que el Mundial fuese durante la época de Reagan y su conservadurismo, con su programa de Guerra de las Galaxias en plan estrella de rocanrol. Era la época del fin de la guerra fría, esa del eterno enemigo. Y allí, en la Unión Soviética, que compitió en el Mundial, había tomado el poder Gorbachov y aplicaba el Glasnot y la Perestroika, términos en suma que abrieron la puerta al peor desastre geopolítico del siglo. Fue la época en la que empezó la epidemia del SIDA, que ya se ha cobrado miles y miles de vidas sin que tengamos la cura. Un actor convertido en presidente de una de las potencias, el líder del mundo libre, como le llamaba el Washington Post y un recién llegado sobre el que se burlaban por su lunar en la frente. Mr. Gorbachov turn down this wall, le pidió Reagan al líder del Politburó. Pero la Guerra Fría no la ganaría Reagan, sino Bush padre, ya en el 90 cuando Alemania —recién unificada— saldría campeona del mundo. Fue así que, en plena Guerra Fría, un país del Tercer Mundo, no alineado (aún faltaban cuatro años para Menem y su término de relaciones carnales) le ganaría a todos. Y eso significa algo, ¿no?
Quizá por ello Maradona, años más tarde, se haría dos tatuajes con los rostros del Che Guevara y Fidel Castro, símbolos, todavía en aquella época, de la rebelión del Tercer Mundo frente al poder Imperialista.
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Nadie sabe lo que es la soledad hasta que conoce la pampa, sostiene Leopoldo Marechal en Adán Buenos Ayres. E imagino a un pobre gaucho, con la radio pegada al hombro, con sus vacas, sus caballos, escuchando la narración del partido, con ese gol. Ahí está, con su sombrero de cuero, sus pantalones colgantes, la camisa abierta a mitad del pecho, la fogata apagada y los mates a medio usar. Gol, carajo. Gol, debió gritar a los vientos.
Por supuesto, nadie responde, o quizá responde su misma voz, el eco. Eso debe ser la soledad: no tener a nadie con quien gritar el gol, con quien compartir las lágrimas, emocionarse, abrazarse en torno no ya a una bandera sino a una obra de arte.
Pero sí, la soledad de las pampas debe ser parecida a aquella otra que se siente en la cima del Everest. ¿Cómo vivir después de un momento como ese, qué tipo de cosas tiene uno que hacer para sentir la gracia de la vida, la emoción contenida? Cocaína sería una respuesta, efedrina otra. Quizá también podríamos decir: orgías constantes.
Al estar en las alturas, lo único que se puede hacer es descender. Sólo se añora aquello que no se tiene, dicen. Y lo que no tienes allá arriba es compañía.