José Antonio Pepín González, otro talento argentino que nos dejó ese maldito año, habría dicho de Maradona que “era excesivo». «Excesivo en su fútbol, en sus celebraciones, en sus palabras, en sus actitudes…”. Difícil definir mejor al 10. Una vida de excesos que, para lo bueno y para lo malo, llevó a la cima y al abismo a ese chanta que todo argentino tiene dentro y al genio que todo argentino quiere ser.
Acaso por condensar la identidad albiceleste en apenas 165 centímetros de “cometa” (o barrilete cósmico) fue amado y odiado por sus compatriotas. Los que aún le tachaban de “impresentable”, “maleducado” o “drogadicto”, no le conocían en persona. Porque es un hecho que aunque Maradona habló mucho y (muy) mal de mucha gente, es imposible encontrar una sola declaración de algún allegado hablando mal de Diego. En un mundo, a veces tan mezquino como el del fútbol y el periodismo deportivo, se hace extraño que una figura como la suya no tuviese a nadie en su contra. Más bien al contrario: todos hablaban maravillas de él. Como persona. Porque como futbolista, ya le había cerrado la boca a todo el mundo.
Sinónimos de excesivo son exagerado, desmesurado, exorbitante, formidable, gigantesco… palabras que inevitablemente asociamos al Maradona futbolista. Pero también al Maradona persona. Y al Maradona producto. A ese alguien con tal aura de deidad desde sus inicios que, hace 40 años y sin la globalización actual, fue capaz de provocar que a 10.000 kilómetros de Buenos Aires, un chavalito de un pueblo de la Castilla profunda que apenas le había visto marcar un par de goles en la televisión, se hiciese culé de por vida: bastó su fichaje por el Barça en 1982. Ese chaval no debió ser el único que tenía a Argentina como segundo equipo en los Mundiales de 1982 a 1994. Por culpa de Diego Armando. Porque Diego Armando solo hay uno. Aunque en Argentina haya miles de niños nacidos en 1986 con ese mismo nombre. Y probablemente ese chaval solo fue uno de los cientos de millones de seguidores que se quedarán con la espina clavada de no haberle visto jugar en directo. Sus lesiones en sus años del Barça le impidieron jugar en Zorrilla. Cuando visitó Burgos con el Sevilla, una nevada histórica cortó las carreteras castellanas. Daba igual que ese joven neoculé estuviese dispuesto a ir a Mordor para verle jugar con el Nápoles: la UEFA le volvía a cortar las piernas clausurando el Santiago Bernabéu.
Ese chaval tuvo que emigrar a Argentina y vivir más de una década allí para entender el por qué de la fascinación por “un simple futbolista” mutado en fenómeno sociológico y casi en prócer de la patria del siglo XX. Argentina, el país de la eterna contradicción, del oxímoron continuo y de la dualidad perenne, ese lugar donde cuanto más extranjero más argentino eres, no pudo escoger un embajador que los representase mejor. Le bastaron cinco minutos y dos goles contra Inglaterra para sintetizar los dos extremos de una nación sin catalizador. Su dimensión se ilustra con la anécdota de la niña a la que en la clase de matemáticas le pidieron que escribiese “la familia del 10”. La solución, evidentemente, no era ni el 20, ni el 30, ni el 40. Eran Dalma y Gianina.
Así que, como argentino de adopción que soy, no hay metáfora lunfarda que más se aproxime a lo que sienten (sentimos) millones de argentinos que esta: “Hoy, me duele en el alma”. Mientras, escuchamos uno de los himnos no oficiales que inspiró el eterno Diego: “Maradó”, el mejor homenaje que le dedicaron Los Piojos.
Dicen que escapó de un sueño,
en casi su mejor gambeta.
Que ni los sueños respeta,
tan lleno va de coraje
sin demasiado ropaje
y sin ninguna careta.
Dicen que escapó este mozo
del sueño de los sin jeta,
que a los poderosos reta,
y ataca a los más villanos
sin más armas en la mano
que un «diez» en la camiseta
Maradó, Los Piojos