El 30 de octubre de 1960 nacía en Villa Fiorito, un barrio marginal al sur de Buenos Aires, el jugador con más calidad de la historia del deporte rey. El agua corriente era tan esquiva como la esperanza para un niño en aquella época, pero confluyeron el talento y el afán por rescatar a su familia de la miseria, y Maradona, gracias a los dioses, empezó a jugar al fútbol. Tres rigurosas décadas después iniciaba su sexta temporada con el SSC Napoli, el club en el que se había consagrado después de ganar dos scudettos, los primeros y los únicos desde su fundación, una Copa de la UEFA, una Copa de la Liga y una Supercopa. Un equipo que, hasta su llegada, coqueteaba con el descenso de categoría. Una ciudad que sustituyó los rezos a San Gennaro por los milagros del 10.

Lo mismo que se conmemoran los sesenta años del astro, es justo recordar que en la mitad exacta de su intervalo vital tuvo lugar el inicio de su declive. Pocos meses antes de la treintena, la edad de madurez que se presume a un futbolista, logró alzarse con el segundo scudetto para el Nápoles. Sería el último gran hito deportivo en la trayectoria de Maradona, precisamente en el ecuador de su vida. La cocaína lo había acompañado, según su propio testimonio, desde la época en Barcelona —temporadas 1982-1983 y 1983-1984—, pero no fue hasta 1990 cuando tuvo un impacto verdaderamente decisivo en su vida. Ni siquiera el escándalo por un hijo secreto, concebido poco antes de su gran cita mundialista en 1986, lo había apartado de ser campeón, ni de su mejor rendimiento en los años venideros. Pero al regreso del siguiente mundial, en 1990, el Pelusa sufriría un revés del que no volvería a levantarse.

Treinta años antes del momento en que se escriben estas palabras, Diego ya descendía de la cima. Durante los meses anteriores al campeonato, Maradona comenzaba a mostrar su cara menos amable. Los enfrentamientos con la prensa, hasta entonces prácticamente inéditos, se tornaron una constante, mientras que su vida privada cada vez era más pública. El propio exfutbolista reconoce cómo alargaba el consumo de cocaína desde el domingo hasta el miércoles, mientras que los días restantes de la semana servían de recuperación para el próximo partido.

En medio de la controversia, aunque con la celebración del scudetto aún palpitando, comenzaría el Mundial. Si fuera poca expectación, Italia sería el país anfitrión de la Copa del Mundo que pretendía revalidar el astro argentino. Y nada menos que en Nápoles, la ciudad que lo veneraba y donde había residido los últimos cinco años de su vida, se produciría el duelo entre italianos y argentinos por un puesto en la final. Para su sorpresa, Maradona fue abucheado en todos los partidos anteriores. Y frente a Italia empezaron perdiendo, aunque la tanda de penaltis decantaría el pase a favor de la albiceleste. Esa derrota, sumada a la celebración de Maradona por su gol en la serie, supondría el inicio de una campaña italiana en su contra y terminaría con la ruptura definitiva de la relación después de la pitada al himno de Argentina en la final. Una final que perdieron, por cierto.

En todo caso, Maradona debía regresar al club del que ya había solicitado salir un año antes, tras la consecución de la Copa de la UEFA. No obstante, la que habría de ser su última temporada se vio interrumpida por dos acontecimientos que marcarían para siempre la vida del argentino. Del mismo modo que ha sido el único capaz de pasar a la historia del fútbol con dos acciones inolvidables en un mismo partido—“la mano de Dios” y “el mejor gol de la historia de los Mundiales” en los míticos cuartos de final contra Inglaterra—, los dos sucesos a mitad de la temporada 1990-1991 son, a buen seguro, los primeros naipes derribados de su castillo. Desde entonces, la decadencia que todos conocemos.

El 7 de enero de 1991 la policía napolitana interceptó unas llamadas donde el propio Diego solicitaba cocaína y prostitutas para él y unos amigos. Aquellas pruebas fueron incluidas en el marco de la Operación China, que investigaba a la camorra italiana, con la que el astro mantenía ciertos vínculos a propósito de su adicción. Maradona se vería envuelto en una trama de prostitución y tráfico de drogas por la que sería condenado. Un pacto con la fiscalía zanjaría el caso: un año y dos meses de prisión —nunca llegaría a ingresar— y una multa de medio millón de liras.

Sin tiempo para reponerse, el argentino daba positivo por cocaína al final de un partido de la Serie A contra el Bari en marzo. Sería su final en Nápoles, que es lo mismo que decir la cumbre de su carrera. Abandonado a la suerte por la camorra, que sentía la cercana vigilancia de las autoridades por culpa de las escuchas telefónicas, abandonó la ciudad solo veinticuatro horas después. Se marchó dejando al equipo en mitad de la tabla, poco mejor de lo que lo había encontrado. Habían sucedido tantas cosas entre tanto, y sin embargo nada le ataba ya a la ciudad del sur transalpino donde fue tan feliz.

Muchos de los que lo aclamaron ahora lo odiaban por ser multimillonario y, además, hacer ostentación de su riqueza. Nada quedaba de aquel chico con conciencia de clase, comprometido con los que más lo necesitan e identificado con el sur de los estados del mundo por sus orígenes humildes, siempre en la lucha por la dignidad contra los opulentos del norte. Apenas se recordaba aquel gesto a su llegada, cuando un padre desesperado reclamaba un partido benéfico para su hijo enfermo, y él decidió jugarlo contra la voluntad de su propio club.

El momento en que Maradona comenzó a dejar atrás al deportista para integrarse definitivamente en su personaje coincide con el ecuador de su vida. Desde su retirada del fútbol, su figura fue más protagonista por la controversia que por sus goles. Pese a que le restaban actuaciones históricas por completar, su paso por el Sevilla C. F., otro positivo en el Mundial de Estados Unidos 1994 —“me cortaron las piernas”— y una emocionante despedida en La Bombonera, su carrera deportiva después de 1990 fue eclipsada por sus adicciones. Y su repercusión pública, condicionada por sus salidas de tono.

Lo que pasó después está en los memes. Poco importa todo aquello que no recuerde a la zurda más precisa, la magia en un terreno de juego, la capacidad de hacer realidad lo imposible. Todo lo que no diga que fue el último 10 campeón con la albiceleste en un Mundial, será superfluo. Antes había que contar el momento en que el Pelusa empezó a dejar de ser futbolista para convertirse en el máximo exponente público de la degradación. Treinta años después de su alumbramiento y también treinta años antes de este texto en el momento de su despedida, el principio del fin de Diego Armando Maradona. Simetría temporal.

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