Hablaba el otro día el jefe de que los lugares más bellos inducen a sus habitantes más orgullosos a coquetear con el chovinismo. Como granadino criado escuchando el sempiterno estribillo de las bondades de mi tierra, no puedo estar más de acuerdo con la anterior afirmación. Y añado que el martilleo excesivamente autocomplaciente de algunos oriundos puede tener consecuencias paradójicas e inesperadas. Muchas veces la indulgencia satisfecha consigue lo contrario de lo que se propone: a fuerza de tanto exaltar machaconamente los aspectos más singulares, uno termina sintetizando la complejidad de lo alabado en sus cuatro rasgos más obvios y hasta caricaturizables. Hay amores que matan, decía la canción.
Porque Granada es inmensa, pero lo es a la manera de Walt Whitman: contiene multitudes. Desde luego que, como dicen ufanamente los granaínos de pura cepa —no se sabe si de granado o de alcornoque—, la Alhambra no tiene comparación con nada o —en otro alarde de sutileza— en Graná, vayas donde vayas, con dos tapas has cenao. Pero resulta injusto que semejante ciudad quede reducida a obviedades boticarias de barra de taberna, asimilables a sentencias de palillo como el blanco combina con todo, los animales son más listos que las personas o si no tienes celos, significa que no la quieres. En los tópicos siempre hay parte de verdad, pero no reside toda.
Si Granada marca a casi todos sus visitantes se debe a que ofrece acomodo a los perfiles más variopintos. Aquel que busca un fin de semana tranquilo deambulando entre los Palacios Nazaríes y una postal nocturna del mirador de San Nicolás no quedará defraudado. El viajero gastronómico, si huye de los cebos atrapaguiris, disfrutará de su afición a poco que investigue o lo asesoren. Quien pretenda echar una cana bohemia al aire tendrá ante sí toda una escala de grises: del hippismo puro y duro del perro y el diábolo a las cafeterías coquetas con su particular oferta cultural, pasando por la estación intermedia de las cuevas del Sacromonte.
De cultura en realidad se podría escribir una guía entera, entre exposiciones, tertulias, conciertos de música clásica y una de las escenas indies más prolijas desde los años noventa d.P. (después de los Planetas). Por supuesto el eco lorquiano, lejos de quedar limitado al Centro que lleva su nombre, se deja percibir en las callejuelas que desembocan en mercadillos como el de Plaza Larga: los que acudan siguiendo la estela del poeta tampoco se decepcionarán. Quien aprecie la estética árabe se sorprenderá de repente con un pequeño zoco en pleno centro y teterías salpicadas aquí y allá en torno a Plaza Nueva, al pie de unas cuestas que parecen enseñar que toda belleza merece un sacrificio. Por último, entre toda la maraña de formidables datos de índole turística destaca la predilección como destino Erasmus para estudiantes extranjeros; la combinación del Albaicín y los años universitarios hace replantear cada curso un sinfín de rutinarias vocaciones, cuando no destinos vitales. Aunque también hay un ambiente universitario que no se reduce a lo romántico o lo exótico: la fiesta por la fiesta, sin otras exquisiteces, se halla presente en la ciudad y deja sus cicatrices, inadmisibles para los vecinos que toleran peor los jaleos incívicos —o acaso su propia nostalgia—.
Sirva todo este caudal para ilustrar parte de los múltiples secretos que esconde Granada, a menudo opacados por el tópico más perentorio. Y sí, por supuesto, no dejen de ir a la Alhambra y de probar las tapas. Pero mi consejo es que no se limiten a eso. No renuncien a repetir viaje cuantas veces sea necesario para incluir entre sus recuerdos el Carmen de los Mártires en primavera, la terraza del Huerto del Loro en verano, el Paseo de los Tristes en otoño y la Plaza de Bib-Rambla en invierno. Y por encima de todo, descubran sus propios rincones preferidos. No olviden que, aunque algunos de sus habitantes estén empeñados en mirarse el ombligo, Granada posee también unos preciosos ojos, piernas y cabellos. En cualquier caso, confío en que no confundan con agresividad mi tono apremiante y mi contundencia en las recomendaciones alternativas. Al fin y al cabo, la mala follá viene de serie, y nadie es ajeno del todo a los tópicos.