Tienen las islas una cualidad singular: son infinitas, ya que comparten la ausencia de límites con el mar que las rodea. Cádiz es, pues, una isla infinita, con todo lo que ello conlleva: desapego del continente, intimidad con el océano, una cierta querencia por los náufragos.
No son muy dadas las islas a la monumentalidad y la insular Cádiz no es una excepción. Una hermosa catedral carcomida por la sal y un casco antiguo bien conservado, recuerdo de tiempos mejores, son las concesiones de la ciudad a la piedra. Parece poco, pero no lo es.
Por lo demás, la urbe gaditana no exhibe su belleza de manera impúdica. Frente a la ostentación postalera de otras ciudades, Cádiz se oculta.
Oculta su luz blanca y sólida, que se queda prendida en las azoteas. El observador atento puede encontrarla en la bisectriz del día, azuleando los balcones más altos de algunas callejuelas estrechas.
Oculta su alma antigua y sabia, tostada al sol durante milenios, que se esconde, tímida, tras una máscara de chistes para forasteros. El interesado que lo desee puede escarbar tras los chascarrillos y las risas.
Lo único que muestra en todo su esplendor es, claro, el mar. Un mar que ha modelado el perfil de la ciudad como un alfarero: murallas, torres miradores, espigones. Un mar que ha preñado el acento y el carácter de sus habitantes. Un mar, en fin, nutritivo y eterno que la abraza como un amante dulce, desde los castillos de la Caleta hasta el Fuerte de Cortadura.
Amalgama de tiempo, de luz y de mar, Cádiz no compite con otras ciudades porque es única en su especie: la única isla infinita y eterna.