Resulta de todo punto imposible elegir la ciudad más bonita de España (o del Congo), pues la subjetividad es absoluta y antes que eso porque no las conocemos todas o no con la suficiente profundidad como para hacer una proclamación, aunque sea personal, y también porque el juicio siempre está condicionado por el prejuicio o la emotividad y si viviste una historia de amor en Badajoz, pongamos por caso y sin ánimo de faltar, no habrá lugar más hermoso para ti.
Dicho lo cual, debo decir que Sevilla es la ciudad más bonita de España, si entendemos como ciudad la urbe de más de 10.000 habitantes y si consideramos la extensión de lo que llamamos “bonito”, y si excluimos al mismo tiempo el carácter más o menos jovial de sus habitantes, esta no es la cuestión.
Sevilla es hermosa de Triana a la Puerta de la Carne y del Parque de María Luisa a la Macarena, lo que comprende un área que no he medido, pero sí he paseado bastante. Bien, pues ese cogollo de la ciudad refulge. Ignoro si el efecto está producido por la luz del sol (abundante) o por la proyección de sus rayos en el albero o en los mármoles romanos de la Giralda, o quizá en el prisma de la Torre del Oro; el caso es que la ciudad se llena de luces que templan (en agosto abrasan) y de sombras que alivian, generando una atmósfera densa, casi masticable, perfumada de primavera cuando no lo es.
En este sentido, Sevilla tiene algo de Córdoba, en la paz moruna de algunos callejones y plazas. En otros aspectos se nota pariente de Málaga (aunque les joda a ambas) y también se advierte una porción del trópico de Santa Cruz de Tenerife. Está claro que el clima benigno también puntúa en el concurso de Miss Ciudad Hermosa.
Sobre los sevillanos habría mucho que hablar. Tengo para mí que las ciudades excepcionalmente bellas, como Sevilla o San Sebastián, desarrollan entre sus habitantes un recelo casi despectivo hacia lo exterior, una especie de abertzalismo estético. Así, en el caso de Sevilla, observamos que la ciudad está cerrada más allá de un primer círculo de acceso libre a los turistas, y así es también el carácter de muchos sevillanos (valga la generalización), acogedor en la capa exterior y no tanto luego. Los dos grandes eventos de la ciudad son un buen ejemplo. La Feria es un acontecimiento que se reserva el derecho de admisión y algo similar ocurre con la Semana Santa aunque aquí no haya casetas de paso restringido. La verdadera dimensión de la Semana Santa sevillana no se aprecia si no es de la mano de un experto conocedor (yo tuve la suerte de contar con el Maestro Araújo y asistí a su lado a la salida de la Macarena, que es lo más cerca que se puede estar de una experiencia mística).
Sevilla compensa con río y magia la ausencia de un mar que es valor esencial de otras bellezas como Santander, Cádiz, Coruña, San Sebastián o Barcelona. Todas ellas y otras más son ciudades preciosas, pero son espacios geográficamente abiertos mientras Sevilla tiene sobre sí una cúpula translúcida que concentra los aromas y la belleza en dosis mareantes. El mismo Stendhal que describió los vértigos que le provocó la hermosura de Florencia no habría levantado cabeza en Sevilla. Para reanimarlo hubiera sido necesaria la inmediata aplicación de una Cruzcampo helada y un montadito de pringá.