Es la más bonita de España. Es mi ciudad. Estamos en Primera. No es tan bonita, pero es la más bonita. No sé si me explico. Es pequeña, es tranquila, peatonalizada en su centro. Metida en su hoya que no es sino una planicie rodeada de montañas. Al norte Guara, majestuosa y callada, Gratal con su toque abulense y el salto de Roldán, otro más, la leyenda ubicua y falsa como tantas.
No hay mar en Huesca, casi ni río. Isuela se llama, un hilo pírrico y avergonzado que traza un leve raspón al pie de las murallas. También tenemos murallas, muro le decimos allí. Y, vigilante, el castillo de Montearagón desde donde el cristiano se pertrechaba contra el moro, masticando siglos como si fueran amaneceres. Rodeado de poblachos que guardan su alma de matemática romana: Tierz (tercero), Cuarte (Cuarto), Quicena (Quinto), Siétamo (Séptimo) o Nueno (Noveno). Y el otro río, algo alejado, nacido en el cercano Monrepós (¿monte del reposo?, 8 km al 6%, un segunda por los pelos), el río Flumen o Río Río, no te rías de Janeiro, torero mediocre pero mediático y simpático.
Y la Catedral, no, no San Mamés, la catedral gótica con su retablo de Damián Forment y el museo diocesano do mora la leyenda de la campana de Huesca, y sus porches de Galicia, que no son vehículos deportivos de lujo adquiridos en la tierra donde se acaba la tierra (Finisterrae), sino una populosa calle céntrica con galería porticada donde hacer el aperitivo. Y el coso, que no es taurino y circunvala el montículo que contiene el casco antiguo. Y no camine mucho que enseguida se sale de la ciudad… a cambio entrara en esa cuarta dimensión que es la provincia de Huesca, donde no hay rincón que no abunde en hospitalidad y belleza, fastuosa naturaleza o sesuda arqueología de olvidadas grandezas reales o fingidas. La mercadotecnia lleva lustros apelando a su magia, para mí es sólo el vacío que deja su ausencia.