A diferencia de su tío Stephen Roche, que tenía cara de querubín, y en contraposición a su primo Nicolas, que heredó el atractivo paterno, Daniel Martin tiene el rostro de los personajes de las películas de Ken Loach, tipos adustos y puteados por la Thatcher. Hubo un tiempo en que muchos ciclistas tenían un aspecto similar, enjutos, sufridos y básicamente feos. Por aquí hemos hablado del que fue, quizá, el primer campeón guapo, Charles Pelissier, y no es raro, de tanto en cuanto, encontrarse con listas de galanes en las que nunca faltan Koblet, Anquetil, Gorospe o Cipollini. Pero a los feos apenas se les dedica espacio, cosa injusta a todas luces.
Vaya por delante que la fealdad y la belleza son conceptos relativos, gracias al cielo. Todo el mundo sabe que la hermosura está en el interior, aunque la Bella se dio un alegrón cuando la Bestia se transformó en príncipe con pelazo. Sin embargo, es innegable que existe una relación entre el aspecto y el éxito, también en el ciclismo. Jesús Montoya, segundo en la Vuelta de 1992 y campeón de España en 1995, nunca fue tomado en serio porque su imagen no se correspondía con la de un campeón, o con el cliché que manejamos. Montoya era chaparro, alopécico y con cara de buena persona. Doy por hecho que lo sigue siendo.
No tengo duda de que Julio Jiménez hubiera sido todavía más grande en caso de haberse a acompañado de un buen tupé y un corazón canalla, algo que nunca necesitó para ser un donjuán de categoría mundial. Y lo mismo me atrevo a decir de Raimund Dietzen, una cabeza descomunal. Voy más allá: estoy convencido de que si pudiéramos hacer repaso de los gregarios que en el mundo han sido descubriríamos una mayoría de tipos poco agraciados. Por alguna razón, me viene a la cabeza el ciclistas del Kelme José Ángel Sarrapio, aun a riesgo de que me la rompa. Pero tal vez me esté desviando de la cuestión.
El caso es que Daniel Martin, competidor incansable, ganó una etapa nueve años después de su último triunfo en la Vuelta. Lo hizo con ese estilo tan suyo, porque Martin tampoco corre bonito y aquí entramos en otro tipo de fealdad. Podría parecer que una actividad tan mecánica como dar pedales no admite una graduación estética, pero vaya que si la admite. Hubo un ciclista del Kelme apodado El Sapo porque corría como un batracio. Se dice que Vicente Trueba escalaba a saltitos y por eso le apodaron La Pulga. En el otro extremo, hay ciclistas como Bugno que componían sinfonías sobre la bicicleta. Pero debo centrarme de una vez.
Daniel Martin no sólo ganó una etapa, premio para el que es candidato en cualquier competición, los personajes de Ken Loach nunca se rinden. Además nos recordó que en tiempos asomó como un ciclista capaz de pelear por una gran carrera de tres semanas (séptimo en la Vuelta 2014 y sexto en el Tour 2017). Que actualmente sea segundo a un suspiro de Roglic parece un honor momentáneo. Aunque quién sabe. Al final los feos ganan, de algún modo y manera. O eso me gusta pensar.
Hoy también ha funcionado lo de compartir el día con el Giro; pedazo de etapa y a falta de 3 días no sabemos quién es el más fuerte.
En la Vuelta tampoco, pero acaba de empezar. Parece que estará entre Roglic, Carapaz y Mas. Pero quién sabe. No creo que Martin pueda competir; lleva ya unos años metiendose en escapadas para poder sorprender con sus dotes de escalador y buen final. Merecida victoria para un tipo que insiste en la búsqueda.
Me ha gustado que la Vuelta haya empezado sin medias tintas. Es posible que las grandes cuentas puedan hacerse en un poco menos de 3 semanas, pero abarca si 3 fines de semana, desde el viernes, y reduciendo etapas de transición. Ya sé que los sprinters tienen derecho a su período de gloria y las vueltas cobran de las ciudades y estas se benefician del paso de las caravanas, así que lo más probable es que no cambie nada.