No sé calcular la edad que teníamos, no más de trece años. El caso es que nos subimos a un enorme trampolín, gigantesco según lo creo recordar, aunque tal vez ahora me parecería de mediana altura, hasta bajito, ya saben ustedes cómo agranda las cosas la infancia y como las adorna la memoria. Desde la plataforma del trampolín, el más alto de los que formaban aquella torre de trampolines, nos asomábamos con todas las precauciones posibles, como al borde de un precipicio. A veces uno decía me tiro, y daba dos pasos de una carrera que frenaba de inmediato. El rato siguiente lo pasábamos allí sentados imaginando cómo habría que caer para no romperse la crisma o disfrutando de las vistas, paisaje o muchachas. Debía ser alto el trampolín porque nadie nos interrumpió la tertulia.

Doy por hecho que se estaba bien allá arriba, con el sol poniéndose en el horizonte y la brisa moviéndonos el flequillo.

Hasta que un tipo de pocas palabras nos comunicó desde abajo que la piscina se cerraba y antes que la piscina, los trampolines. Lo dijo mientras giraba la cerradura del candado de acceso. El drama resultaba inevitable: la única forma de salir era saltar. 

En una situación parecida (tachen piscina, muchachas y atardecer confortable) se encuentran los favoritos para el Tour de Francia, podio y alrededores. Después de 16 etapas el trampolín ha cerrado y sólo cabe arrojarse al vacío. Será mañana, camino del Col de Loze. Se ha agotado el tiempo de los cálculos y las prudencias. El último amago se dio en Villard de Lans, después de otro asfixiante control del Jumbo Visma. Pogacar le pidió a David de la Cruz que acelerara la marcha en los últimos kilómetros y el arreón desordenó levemente a los escuderos de Roglic, más por la sorpresa que por la violencia. Pero no pasó nada reseñable. Supermán López se dejó ver (novedad gratificante) y Nairo perdió más segundos y más crédito. Muy por detrás, a casi media hora del ganador (el alemán Kämna), pedaleaba Egan Bernal, quizá demasiado sonriente. 

Nada cambió porque nadie estimó oportuno tirarse del trampolín antes de tiempo. Y juraría que no es por falta de valor, o no sólo, sino por falta de fuerzas. Nadie, ni siquiera el líder, se siente lo bastante seguro. Nadie tiene claro cómo será la caída. 

Al saltar de un trampolín de cierta altura se encadenan varios miedos, especialmente si tienes trece años. El primero es el terror al vacío, recurrente en tantas pesadillas. El siguiente es el pavor al impacto, doloroso a poco que te desequilibres en el aire. Pero hay un tercer miedo que es peor porque te invade cuando te crees salvado. Una vez sumergido, descubres que no tomaste suficiente aire y que la superficie queda más lejos de las tres o cuatro brazadas reglamentarias, lo que parece una eternidad. Así, poco más o menos, será la subida al último puerto.

Si alguien se pregunta cómo salimos mi primo y yo de aquel trance piscinero debo decir que no tengo respuesta. No recuerdo si nos tiramos finalmente del trampolín o si imploramos al operario que nos abriera el candado. Juraría que nos tiramos, pero lo único que recuerdo con los contornos bien definidos es el miedo. Al dolor, al ridículo y no ganar algún día el Tour.

1 COMENTARIO

  1. Tengo otra memoria del final de esto de hoy y consiste en Delgado ganando, incluso 2 veces. Puede que me equivoque de final, es más que probable, o puede que entonces la etapa tuviese otros puertos, se subiese por otro lado o el ciclismo era de otra manera. Quizá todo.

    Hoy he leído que Landa ha sido cuarto, dos veces sexto y una septimo en el Tour. Es decir, lo que tiene hoy bien merece ser cambiado por una exhibición memorable acabe como acabe. No miento si digo que no recuerdo cómo llegó Landa a esas meritorias posiciones.

    Meritorias si tu objetivo no pasa por ganar el Tour. Que el Getafe quede quito en liga está muy bien. Ni Atlético ni Madrid tendrían nada que celebrar en esas posiciones.

    Así que Porte, Landa, Pogacar y compañía deben hacerse la pregunta. La respuesta es fácil. Hay que zambullirse.

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