Para Óscar Sánchez, que nunca levanta el teléfono cuando tundan al Barça.
Irremediablemente, el nombramiento de Ronald Koeman como director técnico del Barça me ha llevado a pararme ante una fotografía en una casa de Tlalpan, donde se le puede ver a punto de subirse a un autobús. Se ha detenido a saludar y a fotografiarse con un niño pequeño que va envuelto en una bandera azulgrana. Es una linda foto, no cabe duda, pero desde que la vi por primera vez, dado que soy hincha del Madrid, me he burlado. «Tanto viajar a Barcelona, tanto encontrarse a Cruyff y los demás, para que vayas y salgas con una bandera del Atlante», solía decirle. No es ser cruel, o sí, sí lo es, pero es la base de mi relación con Sergi desde tiempo inmemorial. Una de cal por otras tantas de arena. Cierta vez, presumí de mi foto firmada por El Buitre y él me respondió delante de todo mundo: «¿Qué firma? Eso lo hiciste en la escuela. Es más falsa que un billete de dos pesos».
Hay que mirar esto con perspectiva, detenidamente. No estamos hablando de niños que vivan en Pozuelo de Alarcón o en L’ Hospitalet, sino en la Ciudad de México y a principios de los noventa. Eso habla no sólo de la universalidad de la rivalidad Madrid-Barça, sino también de cómo se construyen las relaciones humanas. Durante la infancia era raro el día en que no acabábamos en bronca. Por ejemplo, cuando los jugadores del Barça, particularmente Zubizarreta y Julio Salinas, la pifiaban con la Selección española. Entonces las burlas se extendían hasta el cansancio (es decir, duran hasta hoy). Es una costumbre que todavía tenemos y que se ha extendido al resto de su familia: en el Mundial de Rusia, por poner la más reciente, al no permitirme mi madridismo criticar a Cristiano, que acababa de clavarle tres a De Gea, su papá optó —correctamente— por echarme de la mesa. «Si no gritas y te quejas del árbitro y de los rivales, es imposible disfrutar del fútbol», pareció decirme.
Esto podría dar pie a una discusión interesante: un hincha del Barça, o uno del Madrid, ¿cambiarían las Copas de Europa de sus clubes por otro Mundial de la Selección española? Con seguridad, no. He ahí el drama mayor. No se ve ese comportamiento entre los fanáticos del Nacional de Montevideo o del Peñarol, que sí suelen matar por la celeste (como se vio en Sudáfrica con Forlán y Suárez, por comparar). Quizá por eso fue tan raro lo de Iker y Xavi o, más para acá, lo de Ramos y Piqué. Viejos rivales que se dan hasta en la foto del carnet de identidad y luego, cuando toca, se ponen serios y reconocen su grandeza mutua. No podría decir que nuestra amistad sea similar a la de aquellos, pero tengo un particular cariño por la camiseta de la octava Copa de Europa que me regaló. Le devolví el detalle poco después, aunque, para que no me diera tuberculosis, no le compré la del Barça, sino la preciosa camiseta blanca de la selección catalana con el número y nombre de Sergi Barjuán.
Al crecer, y durante muchísimo tiempo, los Clásicos los veíamos juntos. Durante los años de Guardiola como director técnico, tanto él como su familia llegaron a catalogarme de amuleto: decían que si yo faltaba, el Barça no le ganaría al Madrid. Yo iba, no sólo porque es agradable gritar gol en campo ajeno, sino por la fabulosa paella que su madre suele cocinar. Después, le dábamos hasta las tantas, nos seguíamos diciendo de todo y nos despedíamos como si no hubiésemos pasado todo el día discutiendo. Creo que dejamos de hacerlo cuando lo de Mou y Tito, porque ahí la cosa pasó a mayores y ya no se podía defender al Madrid en buena lid. Florentino, más obsesionado con el ganar que con la decencia, no tuvo la valentía de echar al portugués e incluso permitió, luego de un tiempo, que se manchara el mito Casillas. Imperdonable.
Ahora, viendo que el mando ha recaído en Koeman, el hombre de Wembley, el que permitió el grito de ja la tenim aquí, vuelvo a esa foto. Un crío, en lo más candente del verano, acude con su padre a esperar a las afueras de un hotel. Lo hace para ver a esos tipos que observa cada semana por la tele a dieciséis mil kilómetros de distancia. El portero, el fallón Zubi, se niega a la foto para evitar a la prensa. Poses de estrella de rock and roll que le quitará más tarde el Milán con cuatro cocolazos.
Entonces aparece Koeman, con su cinturón en el ombligo y su porte de Tintín. No sonríe, quizá está prohibido en Holanda, pero se deja abrazar por el chico. Hay foto. El padre, sabedor de que tiene un tesoro, cuenta la historia henchido de orgullo. Sabe que dejó huella. Y, cómo no, años después me manda la fotografía aunque me haya escuchado quince mil veces decir lo del Atlante. En el universo particular de Sergi, esa foto estará al nivel de la que se tomó en 2015, en pleno Berlín, con la orejona que garantizaba el segundo triplete.
Si el impacto del fichaje de Koeman en el mundo culé es tan emocional como esa foto, habrá lío con seguridad. Desearía que mi amigo obtuviera alguna pequeña alegría esta temporada y que le vaya bien a su ídolo. Podría ganar la Copa del Rey —mejor no, ese es el trofeo que le falta a Zizou— o preferiblemente una Copa de Catalunya, ahora que los periquitos andan en horas bajas. Es difícil hacer previsiones. El seny ha pasado a mejor vida y en el Barça el ambiente recuerda a esas fiestas que se terminan porque ha llegado la policía y quien se deje atrapar lo pagará caro. Veremos, ojalá no. Aunque ojalá sí.
Yo sí cambiaría las Copas de Europa del Barça, y hasta sus ligas, por un Mundial. Pero claro, yo soy merengue 😁