Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Siete. Ocho.

Léanlo.

Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Siete. Ocho.

En 1989 se corrió el que seguramente fue último Tour de Francia clásico. El final de una era, el comienzo de otra. Y, como si se quisiera celebrar la efeméride, salió una carrera inolvidable. Increíble. Con el desenlace más asombroso que jamás se haya visto.

Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Siete. Ocho.

De todo esto se habla, y muy bien, en el libro Tres semanas, ocho segundos, obra de Nige Tassell, y que recientemente ha traducido la editorial Libros de Ruta. Allí se recogen todos los elementos que hicieron de esto una carrera única. Que no fueron pocos, ojo. Lo hace de manera ordenada, preguntando a un montón de fuentes y con cierto aire, eso sí, de superioridad anglosajona. Vamos, que Laurent Fignon es el malo. Perico… bueno, Perico resulta más bien el tarambana simpático que anima el grupo pero no se lleva nunca a la chica guapa. Más o menos.

Veamos. El Tour de Francia fue hito final por varias razones. Las primeras son puramente políticas. Dos años antes la ronda gala salió de Berlín, y hay fotos de ciclistas subidos al Muro para ver qué pasaba en ese Oriente rojo y desconocido. Peio Ruiz Cabestany incluso ha dicho que se meó sobre sus piedras. Pues bien, el de 1989 será último Tour con el Muro alzado, que le quedaban solo unos meses de vida, no se vayan a pensar. Allí ya estaban bien asentados los colombianos, y también los yanquis, hasta con equipo propio. Y empezaban a aparecer, claro, corredores del Este. Tipos altos, fornidos, rubios, de pocas palabras. O exactamente lo contrario, vaya, porque lo bueno de los tópicos es que son muy resistentes a la verdad. Ya solo por ahí la cosa tiene su miga.

Pero luego estaba lo otro. Lo de Perico. Qué grande, coño, pero cómo puedes hacer eso, muchacho. El día que debuta la marca Banesto en tu maillot. Qué fácil resulta imaginarse a Mario Conde atusándose los grasientos cabellos mientras mira la tele embobado y piensa que ha cometido un gravísimo error. Otro. Porque Perico llegó tarde al prólogo. Si no saben de ciclismo y desconocen la historia les puede parecer de ficción. De hecho igual lo es, y un día nos despertaremos todos, y lo de Perico en Luxemburgo habrá sido un sueño de Resines y la Gimnástica de Torrelavega habrá jugado un par de veces la UEFA. Más o menos. Que el tipo se presentó impuntual a la cita más importante del año. Pero impuntual, impuntual. Y hay teorías para todos los gustos, desde las más conspiranoicas hasta abducciones, secuestros exprés, bucles espacio-temporales o una TARDIS convertida en bicicleta. Y eso son solo las más coherentes. La que explica Pedro cada vez que le preguntan es, seguramente, completamente imposible de aceptar. “Me despisté, me perdí”. Pero cómo vas a hacerlo, coño, cómo…

Treinta años y aun me sulfuro…

El resto del tour fue un quiero y no puedo, una remontada imposible que, al final, no pudo concluirse. Porque por delante estaban otros dos campeones. De los grandes. Con sus miserias, sus historias a cuestas. El francés Fignon, arrogante y altivo, héroe adolescente transformado en maduro ante la oportunidad de volver a ser quien fue. Y Greg Lemond, aquel americano delgadito, rubio y sonriente que domeñó (es un decir) a Hinault en 1986. El mismo que luego fue confundido con un pavo por su inexperto cuñado, que le metió unos buenos perdigones en el cuerpo. Lemond estuvo al borde de la muerte, se recuperó poco a poco, nadie daba un duro por él. Aun después de ganar ese Tour seguía pitando en los aeropuertos porque llevaba algunos trozos de plomo incrustados en el pecho. Dicen que ese metal, junto con el mercurio, intoxicó a Iván Vasilíevich hasta convertirlo en lo que después conoceríamos como Iván el Terrible. Con Lemond no llegó a tanto. Como mucho le hizo más conservador, bastante rácano en carrera. Que no es poco, pero palidece con lo de cepillarse a los boyardos. Ustedes me entienden…

Pero me pierdo. Que el libro va in crescendo hasta su fastuoso final. Ese de uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho. Después de recorrer la distancia que separa Madrid de Varsovia. Más o menos. Todo eso. Y luego… uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho. La primera vez que una carrera tan grande se vio decidida por la tecnología. También allí se nos fue algo de nuestra infancia, de nuestra inocencia. Luego, en los noventa, se nos marcharía mucha más, claro. Pero ahí empieza, de alguna manera. En ese precioso Bulevar parisino que Laurent Fignon, parisino flaneur, jamás pisó de nuevo.

Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Siete. Ocho.

1 COMENTARIO

  1. La bicicleta de crono del americano era ilegal…de acuerdo con lo que establecía la normativa UCI de la época…la bici del americano tenía más de tres apoyos…cinco apoyos de los tres reglamentarios…nadie dio explicaciones…LeMond debió ser descalificado y desposeído de ese Tour por dopaje «mecánico» o como quieran ustedes llamarlo! Corrió las cronos con una bici antirreglamentaria, lo más vergonzoso del tema es que el Tour siempre dio la callada por respuesta, que intereses había? La marca Treck por el medio…

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