Hace bastante tiempo ya, leí la autobiografía de Harpo Marx y me quedé completamente fascinado. Admito que llamó mi atención por el título (Harpo habla), lo que dice más bien poco de mi discernimiento literario. Sin embargo, mi desconocimiento del personaje, más allá de sus bocinazos en las películas de los Hermanos Marx, me permitió presentarme ante el libro sin ideas preconcebidas, y creo que esta es la mejor forma de observar cualquier representación artística. Ni qué decir tiene que, terminado el libro, Harpo pasó a ser mi hermano favorito.

Dudo mucho de que ante la autobiografía de Woody Allen exista algún lector que se acerque sin apriorismos. Todo el mundo tiene opinión sobre el señor Allan Stewart Konigsberg y no suelen ser valoraciones tibias. Hay quien lo tiene por un genio digno de estatua y quien lo considera un pesado pretencioso. Hace varias glaciaciones tuve una novia que mis amigos más íntimos me desaconsejaban con un único argumento: “No se ríe contigo”. Supongo que la falta de química humorística está en el origen de muchas separaciones y doy por hecho que los detractores de Allen parten de esa premisa: ‘Ese tipo no me hace gracia’.

Las filias y fobias hacia Woody Allen no dejarían de plantear un saludable debate si no fuera porque el juicio al personaje ha dejado de ser artístico para ser moral. Su hijastra Dylan Farrow, de 35 años, ha declarado que sufrió abusos sexuales por parte de Allen cuando era una niña, algo que ya denunció hace tres décadas su madre adoptiva y expareja del director, Mia Farrow. Si nos quedamos aquí, está claro que la cosa pinta mal para Woody. Y hay mucha gente que se queda aquí, que no sigue leyendo. Si acaso se añade otra prueba que confirma la presunta depravación: Allen no tuvo el menor recato a la hora de emparejarse con otra hijastra de Mia Farrow, Soon Yi (ver Yoko Ono), con quien ha adoptado dos hijos que a su vez son nietastros de Mia Farrow. Más que un árbol familiar, una enredadera.

Ahora bien. Supongamos que Woody Allen fuera culpable de todos los cargos. En ese caso habría que preguntarse si tendría sentido repudiar su obra, una cuestión formulada mil veces en casos similares y casi siempre sin respuesta: ¿Deberíamos renegar del Guernica por ser Picasso un presunto maltratador de mujeres? ¿Habría que despreciar la obra de Caravaggio por ser un asesino? ¿Y qué me dicen de Michael Jackson, o de Polanski, o de tantos otros? Por cierto, ¿se puede ser un genio sin tener un cable pelado? ¿No parte la genialidad de un arrebato obsesivo?

Supongamos ahora que Woody Allen fuera inocente de todas las acusaciones, excluida, claro, su relación con Soon Yi, con la que lleva casado 22 años, estimable registro para un presunto maníaco sexual. La suposición exculpatoria es cualquier cosa menos extravagante. Allen fue juzgado en su día por el presunto abuso a su hijastra Dylan y declarado inocente, hecho que los talibanes del MeToo pasan por alto. En la sentencia se determinó que la niña había sido influida en sus declaraciones por su madre, a todas luces desequilibrada (esto lo digo yo, no la sentencia) y enfurecida por la relación de su expareja con Soon Yi.

Pero todo este asunto lo relata mucho mejor Woody Allen en su autobiografía. Aunque ya aviso de que no es la materia esencial del libro. Es un capítulo importante que se expone con la dosis justa de rencor. Pero incluso los detalles más escabrosos son presentados con una elegancia y una finura dignas de la más alta literatura, si es que tal cosa existe. No viene mal recordar —y recordarnos— que el cineasta es bueno, pero el escritor es mejor.

Llegado a este punto es el momento de declarar este artículo fallido. Mi intención no era indagar en lo más sombrío de la autobiografía de Woody Allen, sino hacer la proclamación de un libro excepcional, divertido y sensible, el más reconfortante desde que descubrí a Harpo.

Como todo el mundo sabe, la edición para Estados Unidos se suspendió por las protestas de los trabajadores del grupo Hachette, a donde llegó el libro tras ser rechazado por cuatro editoriales. La presión social derivada del MeToo sentenció a Allen cuando Dylan Farrow le acusó de haber abusado sexualmente de ella. Nadie mencionó la sentencia exculpatoria, ni el historial maternal de Mia Farrow (adoptadora compulsiva, con dos hijos que terminaron suicidándose). Tampoco fue una cuestión relevante para los actores que renegaron de sus trabajos con Woody Allen y que decidieron donar los sueldos que cobraron en sus películas con más demagogia que generosidad: en las producciones de Allen siempre se paga el salario mínimo.

Después de leer su autobiografía, lo único que no se entiende de Woody Allen es Vicky-Cristina-Barcelona. Todo lo demás resulta razonable, aunque sea complejo. Sus contradicciones son humanas, tanto como sus miedos, lo excepcional es el modo de afrontar el (sin) sentido de la vida, siempre a través la salida de emergencia que nos brinda el humor en su modalidad más sublime: reírse de uno mismo. Eso lleva haciendo Woody Allen desde hace 70 años. Contar chistes para ahuyentar fantasmas. Así es el libro y así puede ser tu invierno.

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