Siguen abriendo sus hojas los árboles mientras contemplamos la vida desde el cristal. Los álamos, siempre los últimos en sumarse a la fiesta de la primavera y tan perezosos para abandonar la casa en otoño, comienzan a exhibir sus sobres medio plateados. Nunca la tuvimos tan encima y tan lejos a la vez. La primavera ya está aquí, cuando solo la podemos disfrutar como Truman saludaba al vecino de enfrente. Todo parece mentira, producto de un guion, las calles conocidas parecen un decorado, cuando posiblemente sean las circunstancias más reales que ninguno hayamos vivido, menos los viejos que atravesaron los años de posguerra. Para describir la realidad decimos que parece una película.
El lustre que la luz más vertical del sol otorga a las cosas tan solo parece hoy la iluminación profesional de un set de rodaje. Ya no sé lo que es verdad y lo que es mentira. Pienso que quizá era engaño la rutina de antes, pienso que es engañosa la secuencia que día tras día repito. Pienso en comprar en el mercado único de internet lo que ayer me hacía ilusión, solo para detenerme cuando voy a pulsar el botón: quizá nunca lo pueda usar. La publicidad ha devenido en un erotismo famélico que no sustituye el que ya no podemos disfrutar junto a nuestros seres amados. En un mundo visual, excitada la retina por el brillo dorado del engaño, echamos de menos el tacto, podernos abrazar, tocar un cuerpo sano y desnudo. Hay desconfianza hacia la pareja con la que convivimos y desconfianza ante el vecino que lleva el carro vacío por la calle. Lo juzgamos mientras nos juzgan a nosotros, quizá tan solo necesita un paseo, pero no consigo evitar pensar que es el equivalente posmoderno al echarse sin mirar al paso de cebra, por si un coche tiene a bien venir desbocado y no poder frenar. Mi perro me otorga pasaporte sellado más que excusa, el paseo con él se convierte en los mejores quince minutos del día. ¿Por qué no era así antes de ayer? Tomo nota: lo que él proponga será siempre lo mejor.
Marcho a la guerra en bicicleta, un coche de policía se pone paralelo a mí y uno de los dos me pregunta con educación dónde voy. Orgulloso, digo que trabajo en un hospital como enfermero, me dirijo al Doce de Octubre, y ambos elevan sus pulgares, gesto que imito. Concordia, bien. Continúo pedaleando, regresar a casa me costará el doble, agotado más por la carga de trabajo y no poder permitirme sentimientos que por la cuesta arriba del camino de vuelta. No sé si hago bien en hacerlo así, me digo a mí mismo que sí. No sintiendo. Soy un soldadito de la tarea de cuidar y no me puedo distraer.
Y sigo mirando el paisaje desde la ventana, pero ahora no son los vencejos los protagonistas de mi escrutinio, sino el teatro que representamos, la piscina vaciada para preparar el verano, todavía con hojas en el vaso, los coches inmóviles del aparcamiento, los balcones que se convierten en urnas de voto emocional. Y miro dentro de casa, el móvil que nos acerca también me aleja, tanto chat, tanta mentira, somos todos opinadores de sofá y pantalla, expertos epidemiólogos, todos lo veíamos venir, pero vivíamos sin hacer caso a nuestras propias advertencias, somos aplaudidores de heroísmo a las ocho, caceroleros del desacuerdo también algunos.
Y me acuerdo del Vicente Calderón en esqueleto, anticipando esta situación pre apocalíptica, medio derruido, no por bombas o por zombis, sino por la acción y erosión del dinero buscando más dinero.
Pienso que somos como el agua, encontraremos la rendija por la que colarnos, obedeciendo a la gravedad y buscando nuestro destino, siempre cuesta abajo, siempre finalmente el mar. No cambiará casi nada, tendremos algo más de miedo, nos tocaremos algo menos, volverán a despedir enfermeras cuando piensen que no las necesitan, le echaremos siempre la culpa a los demás de casi todo, seguiremos juzgando, volveré a comprar cosas que no necesito, el centro comercial se llenará los sábados.
Las hojas se secarán en verano, caerán en otoño, los árboles exhibirán desnudez en invierno, para que a la siguiente primavera otras hojas, no las mismas, nazcan, verdes, plateadas las de los álamos, haciéndonos sentir que nada pasó.
Y, ¿saben? Sí pasó. Hubo personas que desplegaron en las horas de la verdad sus hojas de valentía o su altura moral, y otras que solo mostraron su catálogo de espinas miserables. Vamos, como siempre. Hubo algo nuevo: abuelos que murieron solos. Jóvenes que murieron sin haber vivido. Si eso no es que pase algo para que todo cambie, nada lo es.
Fantástico relato.
Un final cargado de sabiduría fruto de un gran observador.
Me ha encantado.