Todo estaba en contra. De hecho, ya habíamos perdido la final de la Copa en casa contra ellos, pero aun así, nuestra fe seguía intacta y a pesar de que enfrente estaban Reyes, Carroll, Deck, Garuba y sobre todo, Campazzo, lo sentimos posible, quisimos pensar que lo teníamos en nuestras manos y que sólo dependía de nosotros, de esa marea verde que cubre el Carpena y que no se amilana ante nada.
Porque yo, madridista confeso y recalcitrante que deja de hablarle a nuestro compañero de redacción L.E. Lucas cuando critica al Madrid o a Zidane y que crecí con aquel quinteto formado por Biriukov, Corbalán, Martín, Romay e Iturriaga, un día, de pronto, conocí la pasión verde, porque la conocí a ella, con su melena castaña, su sonrisa y su abono del Uni. Y me ganó para siempre para la causa, esa de sentirte el pequeño en la pelea, el que tiene todas las de perder, ese por el que nadie da nada, pero también, el héroe que si lo logra su victoria vale el doble, y después de once años, allí estábamos en nuestro asiento.
Ese martillo pilón blanco, al que idolatro cuando juega al fútbol, llegó en el segundo cuarto hasta los dieciocho puntos, sideral distancia para cualquiera, menos para nuestros corazones, esos que esperan este partido durante toda la temporada y que por sí solo ya merece el abono, porque Unicaja, para aquellos que no lo sepan, significa en griego koiné, “aquel cuya fe nunca decae ante ningún grande”. Y todos sabemos que para nosotros, el tercer cuarto es siempre el mejor, aunque ya nuestra victoria era ver a Campazzo con cuatro personales o a Tavares celebrando con rabia los tantos como si fuese una final.
Y con un 88-90 en el marcador, casi 90 puntos al Madrid, y ante la terrible defensa planteada por el gigante blanco, un ángel entró driblando en el área pequeña, por la derecha, sorteando al Facu y elevándose al cielo, porque los ángeles tienen alas, tal y como había hecho ya otras veces, como sólo nosotros sabemos que hace. Y se lanzó directo hacia el cielo, hacia la gloria, con la inquebrantable fe del que sabe que lo puede lograr y que nadie lo puede parar, mientras trece mil almas conteníamos de pronto el aliento intentando que nada entorpeciese aquello por lo que adoramos a Adams. Tu silueta llena ya mi soledad, y en ese salto enorme, inconmensurable, apareció Garuba que taponó nuestra esperanza y nuestra alegría, a sus diecisiete años, y esa distancia de cuatro o cinco centímetros, no más, de los más de cuatro metros que recorrió y de los casi tres que saltó, privaron a Josh Adams de la gloria y a nosotros de una sonrisa en nuestros corazones, haciéndonos llorar. Todavía quedan restos de humedad, porque esa pequeña distancia adonde no llegó, adonde Garuba le impidió llegar, tan ínfima, es la que separa el todo de la nada o simplemente el breve espacio en que no estás.
Aún recuerdo, como si fuera ayer, en el antiguo blog de Juanma en AS, cuando le pedías a tu compañero Pablo Rivas que te explicara cosas de baloncesto y, en especial, de Unicaja, para ayudarte a enamorar a una guapa de melena castaña. Y te explicaba lo que era una defensa en zona, una 2-3, el pick & roll, quienes eran los nombres destacables de aquel Unicaja y esas cosas que solo conocen los locos del balón naranja. Lo que no sabíamos entonces es que también ibas a acabar enamorándote de Unicaja, y es que nunca se sabe que nuevo amor nos estará esperando a la vuelta de la esquina.